Le dicen...

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Pese a que la tradición venía de ancestros olvidados, era a partir de su abuelo que tenía constancia de los diferentes apodos familiares: Francisco Martínez Gamboa, alias el Simeco, padre de su padre.
Tan curioso mote le fue impuesto como castigo a la apatía del tipo, que rara vez movía el trasero en aras de ayudar al vecino. De hecho, su respuesta ante cualquier petición que le obligara a algo más que cambiar de postura en el butacón era ??si me coincide, luego voy pa´lla?no sé, más tarde?; ??si me coincide, me paso y lo miramos?pero ya mañana o pasao?, e incluso tal respuesta suponía esfuerzos desmesurados para tan bravo galán.

El elemento distintivo de la familia, al menos de los primogénitos, era que el apodo no se heredaba de generación en generación, como siempre fue costumbre hispana, sino que a cada personaje se le bendecía con un sobrenombre impuesto según su calaña.
Manuel Martínez Pericuello, hijo del Simeco, tuvo la dicha de ser destacado como el Tresbotes a consecuencia de la afición y habilidad que tenía a hacer saltar las piedras en el riachuelo jugando a la rana. De chico era fácil encontrarlo escogiendo los cantos más planos junto al negocio de el Pellejos, el curtidor, a la salida del pueblo en la orilla derecha del río.

Abuelo y padre no acabaron de buena manera, y en ambos casos existió relación entre su fallecimiento y los apelativos correspondientes:

Al primero se le cayó encima una rama de la encina bajo la que estaba viendo pasar la tarde como si no hubiera nacido para otra cosa. Avisado estaba por el Manoplas ? cuya destreza era abofetear a sus hijos con los dedos tan juntos que no quedaba ni un milímetro de moflete sin enrojecer- quien le insistía en que mala idea era esa de irse a sentar justo ahí, bajo un árbol medio podrido. Escuchó el Simeco cómo los vecinos le advertían de que se estaba levantando aire y que se iban a recoger, a lo que respondió con un susurro para sí mismo ?si me coincide, ahora iré??.
La tapa de su ataúd la realizaron con la rama que se le había caído encima, ya que pensaron que eso sí que le coincidiría, puesto que lo que le cubrió una vez bueno era para cubrirlo más tiempo.

Al padre se le dispuso una suerte bien distinta, y es que el jueguecito de hacer saltar la piedra se acabó de sopetón cuando una tarde en la que Tresbotes estaba algo más distraído de lo habitual mientras tiraba los cantos, tuvo la mala fortuna de que una de las piedras rebotó en una raíz que sobresalía en la orilla y acabó golpeando en la cara de el Finiquito, de profesión picapedrero, especialista en acabar discusiones a base de mamporros y el bruto oficial del pueblo, quien andaba escocido con Manuel desde que éste le robara la novia con la tontería de los botes de las piedrecitas en el agua. La paliza casi le mata, pero lo que acabó con él fue la neumonía que pilló cuando el Finiquito le dejó tirado a su suerte con medio cuerpo dentro del agua y no le encontraron hasta la mañana siguiente.


Con estos antecedentes no era de extrañar que un particular destino estuviera marcado para Félix Martínez Armillo, al que le dicen el Capicúa.
Fue el más precoz de los tres en conseguir el apodo, y es que no cabía otro para una criatura que le da por nacer el 1 del 5 del 51 a las 10:01 de la mañana. Y lo que podía haberse quedado en una simple coincidencia, fue sólo la primera de varias situaciones curiosas: recibió su primera comunión el 16 del 4 del 61, al realizar el censo del pueblo en el 66 aparecía como habitante 272, su novia y posteriormente esposa se llamaba Ana, el número del cuartel en el que realizó el servicio militar era el 77, la matrícula de su primer coche era 192291 y la del segundo M-2442-M, le tocó una quiniela el 28 del 3 del 82 y ganó 63436 pesetas?

Como no podía ser de otro modo, el Capicúa era el primero en creer que los números de este tipo marcaban su destino, por lo que siempre decía en tono jocoso que a él la parca sólo vendría a buscarle en fechas muy concretas: el 19 de 11 del 91, el 01 del 11 de 2001, el 11 del 11 del 2011, o así sucesivamente hasta que la señora con guadaña se quisiera pasar a visitarle.
Quizá por esa confianza en su destino, del que únicamente tenía claro que su fallecimiento sería en un mes de noviembre, tentaba más la suerte de lo que era recomendable, metiéndose en altercados muchas veces absurdos. Lo que parecía no aprender era que no hay fecha concreta para que te partan la cara si eres demasiado bocazas, por lo que más de un día llegó a casa con la jeta hecha un cristo y el cuerpo completamente apaleado.
Los números siguieron siendo sus aliados: ascensos en su trabajo, nacimientos de hijos e incluso su divorcio quedaron marcados en fechas que él ya intuía que algo pasaría por ser cifras particulares.

Sólo tuvo un error en todos los cálculos, un único error.

El día 21 de mayo de 2001 la asistenta que acudía tres veces por semana a limpiar su casa encontró hundido en el sofá el cuerpo sin vida de Félix Martínez Armillo, el Capicúa. El análisis forense dictaminó que el fallecimiento tuvo lugar la noche anterior, entre las 21:30 y las 23:00 horas y las causas fueron naturales. Ninguno de los asistentes al funeral se explicaba cómo había podido suceder y la frase más repetida era ?pero si no era capicúa?.

Sin embargo, ni la asistenta, ni los miembros de asistencia médica o la policía que se personaron en la vivienda atendieron a qué fue lo último que hizo el Capicúa. Delante del sofá, sobre la mesita del salón, había un papel con algunos cálculos y una cifra en mayor tamaño que las demás: 18281?los días que el Capicúa había correteado por el mundo. Tampoco atendieron al reloj de pared, detenido desde aquella noche a las 22:22 horas.


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