Respondía al nombre de Óscar von Moebius, aunque el párroco lo bautizó con el de Óscar García. Nunca sobresalió en los estudios, y su físico tampoco impresionaba, pero Óscar poseía una habilidad inusual en las manos y por ella transmutó su apellido; quería ser el mago más grande del momento. Así que viajó, y lo hizo durante mucho tiempo, trabajando en teatros y circos de la peor calaña, inmune a las privaciones sufridas siempre que hubiera una nueva ilusión que aprender. Cornualles y Yorkshire. Colonia, Säo Paulo, Montevideo, Shanghái... De esa forma, peldaño a peldaño, Óscar von Moebius subió la tortuosa escalera del triunfo, llegando a practicar su arte ante la rancia monarquía europea, magnates del petróleo y el mismísimo representante de Dios en la tierra.
* * *
Las mesas del Próspero, prestigioso café-teatro sito en la Gran Vía de Madrid, se hallan ocupadas hasta completar el exclusivo aforo. Aquel día asiste el gobernador de una república de la Europa del Este, una más de las muchas surgidas tras la disolución de la Unión Soviética, independizada bajo el nombre de Vinavistán. Más dictador que presidente, Yuri Vasílievich defiende su pequeño paraíso con vistas al Mar de Azov de las codiciosas manos de Ucrania y Rusia, sus vecinos fronteros, pues Vinavistán se asienta sobre una enorme bolsa de crudo de la mejor calidad y su privilegiada situación a orillas del mar interior la convierten en un bocado más que apetecible. Vasílievich termina en el espectáculo del mago su primera gira como presidente por la Europa Occidental, invitado privilegiado de empresarios de toda índole que en sus provisiones de crudo han puesto los ojos, y el dictador se deja querer, encantado.
A las nueve en punto de la noche, fogonazo de humo y fuerte estampido que hace empuñar las automáticas a los guardaespaldas del dictador, von Moebius aparece en el centro del escenario inclinado en exquisita reverencia, arrancando una ovación cerrada del público. «La teatralidad y el engaño son poderosos aliados», recuerda el mago con placer -aunque la frase no es suya nadie como él a la hora de llevarla a cabo-, y sin más preámbulos ejecuta el arte de la clarividencia para continuar con algunos juegos de cartas e irrealizables ejercicios de levitación, cocinando a fuego lento el elixir de la vida eterna en el cielo estrellado de la fama.
-Damas y caballeros. Para mi próximo número, El pasado perdido, necesito un voluntario.
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Nunca he sido de naturaleza agresiva, y mi manejo con la pistola se reduce a alcanzar una lata colocada a veinte pasos de distancia al quinto o sexto disparo, pero debo hacer lo que hay que hacer. No me importa lo que me ocurra después... y esa es mi mejor baza.
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-Yo mismo.
El español de marcado acento eslavo del dictador acalla a los tímidos que se ofrecen voluntarios, atrayendo la atención de todos sobre su gruesa figura vestida de militar. Plegado con resignación a las restrictivas leyes antitabaco, Vasílievich mastica con placer un cigarrillo Delectado y niega encantado a la pregunta del mago «¿Nos conocemos?», poniendo de testigo a sus guardaespaldas, imperturbables tras los lentes oscuros.
-Voy a hacerle una pregunta. ¿Hay algo que le gustaría recordar de su pasado? Piénselo detenidamente porque necesito el año exacto.
Mientras el dictador rumia la respuesta los tramoyistas colocan a los pies de von Moebius un espejo redondo, trabajado el marco hasta darle forma de brocal. Completan los objetos que precisa para su número un panel del tamaño de un hombre y un cubo de latón atado a una cuerda bien larga, que es colocado sobre el espejo con un quejido cristalino.
-Dígame caballero. ¿Ya tiene el año?
* * *
Ha sido una suerte que ese indeseable se haya hecho tan famoso. La gira fue programada con meses de antelación, dándome tiempo para planear mi venganza. Invisible como parte del servicio del Próspero, oculto la pistola entre los pliegues del uniforme y me dejo impulsar por los vientos de la diosa Némesis. Ya no hay marcha atrás.
* * *
-Mil novecientos ochenta -responde el dictador con un guiño cómplice dedicado al público-. Y no sea grosero preguntándome la edad que tenía entonces.
-Jamás se me ocurriría, caballero -sonríe el mago, retomando el hilo del espectáculo-. La vida es como un río; nadie puede bañarse dos veces en las mismas aguas. Pero yo no he venido a bañarme, sino a pescar... Y sólo hay que tener el conocimiento para atrapar la presa deseada.
Para sorpresa del público, el cubo traspasa con un chop la superficie de lo que otrora fuera espejo, transmutado en agua que salpica el escenario a su alrededor. La cuerda se tensa entre las manos del mago y es engullida centímetro a centímetro hasta algo más de la mitad.
-¡Mil novecientos ochenta! -proclama triunfal von Moebius y empieza a tirar del cubo, que debe pesar lo suyo porque se inclina precario sobre la boca del pozo-. Treinta años atrás en su vida -y de nuevo con el cubo en la mano, con un giro fluido, el mago lanza su contenido sobre el panel, por el que se esparce como mercurio líquido, resultando un nuevo espejo ante el que Vasílievich posa sorprendido. La imagen devuelta, aunque vestida con el mismo uniforme militar, es mucho más joven, y el dictador no puede dejar de felicitar al mago por la ilusión ejecutada.
-Haga su pregunta, por favor.
-Bien... Yuri del pasado. ¿Podrías decirme cómo era el baile con el que participé en mi fiesta de graduación?
-Contesta Yuri. Yo te lo ordeno -y a la orden del mago la imagen adquiere vida propia y comienza a ejecutar un extraño baile, Tony Manero mezclado con danza eslava, que arranca el aplauso del público y la sincera sorpresa del dictador, que termina contagiándose del frenesí e imita en lo que permite sus treinta años de diferencia los pasos ejecutados. Es entonces cuando suena un estruendo y el espejo se rompe en mil pedazos.
* * *
-Nadie mata nadie.
La guardia pretoriana de Vasílievich rodea el cuerpo vencido de la chica. Regueros de impotencia, negros de Rimmel, tiznan la cara de la joven que no puede apartar la vista de la pistola que uno de los guardaespaldas -bigotazo fiero, pinta de motorista y de sobrenombre Sex Machine- le ha arrebatado tras frustrar su atentado contra von Moebius.
-¿Qué te importa a ti? -pregunta con desesperación desde el suelo-. No voy contra tu amo.
»¿Acaso sabes lo que ese... cerdo me ha hecho?
«Nadie mata nadie» vuelve a decir el guardaespaldas con su escaso vocabulario de acento yanqui, pausadas las palabras en seria amenaza que desinfla definitivamente la voluntad de la joven. El público al fin respira tranquilo, una vez controlada la situación por el cuerpo de guardaespaldas del dictador; Von Moebius sostiene los asesinos ojos de la joven buscando en ellos, sin lograrlo, la razón de tanta ponzoña, y Yuri Vasílievich no sabe qué responder -«¿Qué hago yo aquí?», le ha preguntado- a ese otro yo más joven y delgado surgido de la lluvia de cristales rotos, que en el momento en que irrumpe la policía en el Próspero mira sin comprender el uniforme militar que no recuerda haberse puesto para su baile de graduación de 1980.
B.A., 2.015
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