Escuchando el silencio que hay entre cada uno de mis pequeños pasos, llego a una cafetería que no conocía. La camarera me pregunta que quiero tomar. Una café solo, negro azabache y varios sobres de azúcar. Me siento en una mesa que considero privilegiada, lejos de la puerta y con vistas a las frías calles de San Agatángelo. La cafetería está llena de todo tipo de personas. Toman café, zumos, infusiones y tés. Rodeo con mis manos frías el vaso caliente del café que me tomo sin prisa, no tengo nada que hacer, como ayer y como anteayer. Días fotocopiados de un mal folio que ya no está en blanco. Mis días pasan como una tormenta de arena que erosiona todo a su paso. Mientras deseamos vivir otro día más, pero muy pocos lo viven de verdad. Seamos quienes seamos, si es que sabemos quiénes somos, todos tenemos algo en común, queremos vivir, sea cual sea el significado que le demos a la palabra vida.
Termino mi café y en mi boca se queda ese sabor que solo puede acompañarlo un cigarro. A suaves caladas y con un vaso de agua, disfruto de mi cigarro, la cafetería se llena de humo del tabaco de todos los presentes. Pronto prohibirán fumar dentro de los locales y los fumadores tendremos que salir, marginados, a fumar fuera, en las frías calles. Con mis pulmones contaminados, puse fin a mi hora del café. Pago el oscuro brebaje y la camarera me sonríe con una de esas sonrisas que tienen un deje de tristeza, de esas que se ven mucho últimamente, me dice que hoy será un buen día, ayer no lo fue y tampoco anteayer. La camarera sonríe, esta vez de forma diferente, lo noto, una sonrisa sincera, una de las mejores sonrisas que he visto desde hace mucho tiempo. Me está sonriendo a mí, sí, hoy es un buen día.
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