Nada más volver a casa del paseo llamé a mi familia, me senté en el sofá con ellos y les dije:
- Quiero contaros algo. Esta tarde he sacado a pasear al perro, me despisté un momento y lo perdí de vista, lo busqué por todo el parque, siempre acude a mis silbidos pero esta vez no vino. Pedí ayuda a unos chavales que estaban en un banco, y tampoco lo encontraron. No sé dónde está, lo siento. No debí quitarle la correa, pero me gusta verlo correr, fue en un momento, encendí un cigarro y ya no lo vi. Lo siento. Con un gesto de descontento en la bonita cara de mi hija caían leves lágrimas. Mi mujer solo apoyó su mano en mi hombro y me dijo - no pasa nada, seguro que el pequeñín de la casa estará bien.
Después de darle la noticia, fui a la ducha para intentar que se me pasara este disgusto. Mi familia no lo dijo, pero sabía lo que pensaban, ¡cómo coño he podido ser tan gilipollas! No me lo creo, lo he paseado durante cinco años sin correa y nunca se ha escapado.
Mi piel y mi vergüenza se mezclan con la cálida agua junto con mis lágrimas para perderse por el desagüe. Ya era de noche, pero no podía ir a la cama sin más. Mi mujer y mi hija ya estaban durmiendo, si es que podían dormir. Yo me había vestido para salir a buscar al perro, encendí un cigarro que fumé en la soledad de un salón vacío pensando por dónde empezar a buscar. El parque, sí, es muy grande pero me daré una vuelta y silbaré un poco. Si está allí acudirá, esta vez sí.
Me disponía a salir y buscar al perro. Abrí la puerta de casa y nada más salir escuché unos ladridos con ese tono agudo que solo puede emitir mi perro. Me asomé por la ventana y allí estaba, moviendo la cola y ladrando. ¡Que buen perrete!
Bajé corriendo por las escaleras y abrí la puerta del portal, el pequeñín de la casa entró rápidamente y subió a mi pierna, lo acaricié con mimo, lo abracé con fuerza, daba muchos saltos de alegría. Mi querido perro volvió a casa.
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