Era ya tarde cuando Enrique salió de la milpa. Con paso lento rodeó el bosquecillo de cedros. Bajó la colina y llegó al lienzo de púas. A pesar de que la caída del sol en el horizonte, le segaba los ojos, pudo ver del otro lado del matorral, a dos hombres con metralleta en mano, recargados la espalda sobre una camioneta negra.
Enrique, se detuvo en seco; y un sudor frío le perlo la frente, había oído decir en el pueblo, que andaban hombres armados, amenazando a los campesinos para que sembraran mariguana. Son ellos, se dijo así mismo. No tenía otra opción y lo sabía. Hizo acopio de valor y dio la vuelta muy despacio sobre sus botas de hule, dispuesto a huir.
Empezó a subir la colina lentamente, paso a paso, volviendo el rostro de vez en cuando, tratando de hacer el menor ruido. Pero de repente, en los cedros, los pájaros empezaron a gritar al notar su presencia y le delataron. Y al instante escucho voces detrás de él. ?Detente cabrón, detente? le gritaban. Pero Enrique no se detuvo. Emprendió la carrera saltando por los zacatales y arbustos. Pasó por un limonero espinoso que le araño la cara, más no lo sintió porque el instinto le gritaba que debía de salvar la vida. Se me agarran me mataran, pensaba. ¡Me mataran!
Enrique siguió corriendo con todas las fuerzas que le permitía la maleza. Llego una vez más a la milpa. Un tupido maizal le hubiera ocultado; pero ahora el sembradío era tan pequeño que no le podía ocultarse de sus perseguidores.
En su huida sólo miraba como las matitas de maíz pasaban bajo sus piernas. Mientras escuchaba el crujir de la basura recién escardada, bajo sus botas. Tenía que escapar. A pesar del grito ?párate cabrón, no te vamos a hacer nada? no se detuvo. Pues había escuchado a vecinos de los pueblos aledaños que habían aparecido muertos en sus milpas, desnudos y con síntomas de una tortura bestial. No tenía otra opción. Y las voces se acercaban, se acercaban?más y más.
Buscando alcanzar el monte, bajó corriendo la ladera sin siquiera respirar, y saltó sobre un huisache espinoso como un conejo al escuchar el ladrido del perro furioso en la carrera. Y mientras iba en el aire oyó una ráfaga de metralleta tabletear tras él. Y, al instante, unas siniestras punzadas fulgurantes, calientes, le penetraron la espalda y cayó rodando entre las hierbas húmedas ya de rocío crepuscular.
Por un momento, todo fue una terrible oscuridad. Enrique perdió la noción del tiempo, como si hubiese sufrido un desmayo que lo traslado a otra dimensión. Pero segundos después, abrió los ojos, se palpo la espalda y se dio cuenta que nada tenía. ¡No le habían alcanzado esas malditas balas! Se levantó de un salto y siguió corriendo.
Ahora Enrique se sentía más ágil. Como si le hubiesen quitado un gran peso de encima. Atravesó potreros y valles, uno tras otro, y siguió avanzando a toda velocidad con los pelos de punta. Le parecía estar volando. Miraba que sus botas no tocaban ya el suelo, ni siquiera la punta de los matorrales. Es cierto lo que dicen, pensó, que el miedo despierta el sexto sentido, y uno, hace cosas realmente extraordinarias. ¡Parece que vuelo! Sin embargo, Enrique, seguía escuchando las voces tras él. Pero sólo eran susurros extraños, palpitantes, cortados por las ráfagas de aire que surcaban su oreja.
Minutos después, Enrique, disminuyo el paso de la carrera. Ahora ya no podían verlo; pues había entrado en un espeso bosque de árboles espinosos que le resguardarían fielmente. Pronto llegó la noche que le oculto con sus sombras. Y también los gritos de aquellos hombres se fueron extinguiendo, poco a poco, hasta desaparecer por completo en la lejanía del lúgubre silencio.
¡Tenía que evitar las carreteras para llegar a casa, sano y salvo! El camino era más largo, pero sólo así estaría seguro de no encontrarlos. ¡Porque seguramente aun le buscaban! ¡Les había visto el rostro! Y ellos no perdonan ni una mirada. Ni siquiera era posible saludarles. De repente se acordó de su hermano que había ido a la otra milpa. Le pueden agarrar, pensaba. Le dieron ganas de regresar, pero ya era demasiado tarde. Lo que había pasado ya no tenía remedio. Además, tal vez, ni siquiera había ido, ya que era algo flojo. Sonrió al decirlo, porque le amaba, como sólo un hermano gemelo ama a su doble.
Levantó el rostro, mientras avanzaba por un valle de hierba irisada en tonos de plata, miró el cerro que se levantaba frente a él; del otro lado, un tono rojizo, proveniente del quemador de una empresa gasera, semejante a una marea boreal, flotaba entre las nubes. Allí estaba el rancho, y su familia ya le estaría esperando para cenar. Pero tardaría un buen rato, ya que el camino entre los montes es difícil de andar y más con la oscuridad.
Por varias horas rodeo colinas y montes, gargantas y huertos, hasta ver las luces de su rancho, allá abajo en el valle, al pie del cerro. Estaba ya del otro lado ¡Y qué susto se había llevado! Pero por fin estaba en casa. La luna flotaba sobre unas nubecillas blancas. ¡Serian como las doce! Enrique, descendió la última vereda, cruzo el arrollo y respiro aliviado. Allí estaba su casa, con el farol encendido sobre el poste que él mismo había parado hace unos meces. Al llegar al portón de la casa miró mucha gente en el corredor. Y al momento, unos sollozos desgarradores le taladraron el oído. Provenían de adentro ¡Gemidos! Sí, eran gemidos. No lo entendía y apresuro el paso.
La luz de la sala estaba apagada y sólo un resplandor amarillento de unas veladoras le recibieron con su melancolía siniestra. ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? Volvió a preguntar. Pero nadie de los presentes le contesto. Ni siquiera le miraron. Entonces se abrió paso entre la gente y entro a la sala. Allí estaba un cuerpo, cubierto con una blanca sabana, tendido sobre unas tablas de madera. ¡Mamá! ¡Papa! ¡Qué ha pasado! ¡Qué ha pasado! pregunto, buscándolos con la mirada. Y encontró a su madre en la cabecera del cuerpo acariciándole el cabello.
Enrique dejó escapar un grito de sus labios y cayó de rodillas en el suelo. No podía creer que su hermano, su querido hermano estuviese muerto ¡Él tenía la culpa por pedirle que fuera a la milpa! ?Deja de ser flojo? Le había dicho. Pero de pronto, Enrique, escucho una voz que le devolvió a la vida. Era él, conocía la voz demasiado bien. Volvió el rostro y allí estaba su hermano que acababa de entrar con unas sillas de plástico entre las manos. Sientense por favor, dijo entre sollozos. Después, Enrique, como si le hubiesen dado un choque eléctrico, se levantó de un salto, que más bien fue un balanceo fantasmal, y con mano temblorosa le quitó la sabana al cuerpo, destapándole la cabeza. Y una mueca de horror cubrio su semblante al descubrir su propio rostro, amoratado, ya sin vida?
FIN
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