Los niños suelen ponerse apodos entre sus compañeros de escuela. Dedican mucho tiempo a inventarlos usando metáforas, palabras similares al nombre de la víctima y todo lo que su imaginación les permita. Algunos son en verdad ingeniosos, casi dignos de elogiar, pero lo que ellos no saben es que no necesitan romperse las cabecitas para ser efectivos; los sobrenombres más simples son los más demoledores. Para herir el orgullo del otro, no hay nada como describir sus defectos de un modo claro y espontáneo, diciendo lo primero que te nazca del rincón más oscuro del alma.
Con Patricia no se esforzaron demasiado; en una ocasión alguien la llamó "Fea" y el alias se le pegó por años, reemplazando al cariñoso "Pato" o "Patito".
Vista de afuera, una ronda de niños puede resultar un espectáculo encantador, siempre que no haya alguien en el interior recibiendo insultos a coro. Cada vez que a Patricia le tocaba estar en el centro, las risas agudas torturaban sus oídos a la vez que los dedos índices equidistantes se convertían en millones. Luego de un tiempo relativo inestimable, la circunferencia de guasones comenzaba a revolucionar para encerrarla en una esfera perfecta.
"¡Fea!", así de simple. "¡Fea!", hasta el punto de olvidar su nombre. "¡Fea!", hasta desear que la tierra la absorbiera. "¡Fea!", hasta rezarle a un ente maternal, mudo y ciego, para que la proteja del mundo acogiéndola en sus brazos de árbol. "¡Fea!", hasta que el llanto silencioso estallara en un grito devastador.
Los años pasaron y el cesto de Patricia se llenó de envases de cosméticos que no lograron más que dejarle marcas de alergia sobre la piel. Al final, se dirigió a la única persona que creyó que podría ayudarla:
-Yo no elegí este cuerpo -dijo Patricia-. Si yo pudiera rediseñar mi rostro y mi físico, el mundo entero me amaría. Pero nací fea y siempre lo fui. No es que cuando de verdad lo necesito puedo volverme linda, no es así. Los feos somos feos toda la vida, a todas horas y de lunes a lunes; no tenemos vacaciones ni feriados. Hay días en que no es tan importante el aspecto, pero a veces nos sentimos atraídos por alguien y queremos gustarle también; entonces nuestra apariencia nos ataca como una tormenta de espejos rotos. Cuando nos invitan a una fiesta, cosa poco frecuente, nos gusta ir arreglados; pero todos se visten bien en esas ocasiones, aumentando aún más nuestra desventaja. Ya sea que se trate del primer día de escuela o de una entrevista laboral, el temor a ser mirados con desdén nunca desaparece. Es en esos momentos cuando más nos entristece nuestra fealdad. Los lindos tienen vidas tan fáciles y divertidas...
-Tranquila, Patricia -dijo el cirujano-. No es necesario que lo expliques, te entiendo y tienes todo el derecho a no aceptar el modo en que Dios te hizo. Yo me haré cargo, yo seré un mejor dios.
Luego de unos pocos días y de haber cobrado mucho dinero, el médico la dejó envuelta como una momia ensangrentada. Al sacarse las vendas, el espejo la sorprendió; se había convertido en una persona diferente.
Ahora Patricia es bella y el mundo entero la respeta; no solo por su atractivo, sino también por ser la inventora de los apodos más dolorosos.
Autor: FEDERICO RIVOLTA
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