El circo de los hermanos Sierpinski (1 de 5)

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I - EL CIRCO LLEGÓ

 

Sábado soleado en Parc du Prince; los citadinos estaban ansiosos por ver qué escondía aquella enorme carpa de lona a rayas. Una caravana de camiones había llegado hacía una semana, arrastrando acoplados repletos de personajes y animales de lo más insólitos. A partir de entonces, cada día que pasaba había un mayor número de curiosos que se sumaban para estirar sus cuellos intentando ver alguna previa de la noche de estreno.

El predio estaba lleno de globos y guirnaldas que adornaban el camino desde la calle hasta la entrada principal; decenas de sogas cruzadas sujetaban banderines de cada una de las diferentes funciones: las gemelas araña, la niña cíclope, el hombre más gordo del mundo...; todo era exuberante en aquel lugar, nada se hacía a medias en el circo de los hermanos Sierpinski.

Aquella tarde la espera de varias decenas de impacientes rindió sus frutos cuando un conjunto de seis enanos vestidos de arlequín caminó en fila hacia la entrada. Sus trajes eran a cuadros hechos de lentejuelas, y de las puntas de sus sombreros colgaban brillantes campanillas que sonaban a la vez a medida que marchaban. Cuatro de los enanos llevaban tambores, el quinto tenía una trompeta y el más pequeño de los seis, una tuba.

Los tamborileros comenzaron a golpear sus instrumentos a un ritmo frenético; se trataba de un compás que, de querer bailarlo, habría que hacerlo moviendo los pies como si el suelo estuviese cargado de corriente eléctrica.

Cada persona que pasaba por aquella avenida se detuvo a observar esa primera muestra de lo que el circo tenía que ofrecer. No importaba si estaban llegando tarde al trabajo o a una cita romántica con la pareja de alguien que estaba yendo a trabajar; nadie pudo seguir su camino frente a ese ritmo adictivo.

Minutos más tarde el trompetista se unió a la pequeña orquesta. Los curiosos comenzaron a chocarse entre sí para ver mejor al diminuto músico, cuyas mejillas estaban como dos manzanas coloradas a punto de estallar. Tocó una melodía potente que indicaba que un importante anuncio sería transmitido, y el público estaba cada vez más inquieto. Poco después se acomodó el instrumento musical el más bajo de los seis, el enano de la tuba. Todos abrieron sus ojos para mirar al sexto integrante respirar hondo para llenar sus pulmones; luego, con el pecho inflado, ubicó los labios sobre la boquilla y sopló con fuerza; pero para sorpresa de todos tan solo tocó una nota, una bien grave que puso fin a la orquesta. Claro que allí no había terminado la presentación; los enanos se desplazaron tres hacia cada lado para dar lugar a un hombre alto y delgado que llegó caminando en ese momento: el presentador.

El individuo usaba un traje blanco con rayas rojas y en su mano traía un sombrero de copa de los mismos colores. Cuando estuvo frente al público, hizo rodar la galera por su brazo y, en una muestra irrefutable de que la mano es más rápida que la vista, la colocó en su cabeza de un modo incomprensible para aquellos que lo observaban.

Ya había más de cien curiosos en la vereda cuando el presentador del circo mostró su amarillenta sonrisa de dientes largos y comenzó a girar un bastón negro terminado en una bola plateada. Pronto un payaso llegó corriendo trayendo consigo una gran caja de madera que apoyó en el suelo. El presentador subió a la caja y el payaso se retiró. Allí arriba empezó a moverse con intentos fallidos de elegancia mientras apuntaba al público con el bastón y decía su discurso con entusiasmo:

 

Pasen a ver, pasen a ver.

El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad.

 

Conozcan a la mujer barbuda y a su hijo: el niño lobo.

Aquí verán a los payasos más graciosos del globo.

 

Pasen a ver, pasen a ver.

Vean al gran Farkas y a la mujer serpiente.

De la India llegó Rajesh, vino a  jugar con sus mentes.

 

Pasen a ver, pasen a ver.

El circo de los hermanos Sierpinski llegó a la ciudad.

 

Al terminar la presentación apuntó el camino hacia la ventanilla. A todos los allí presentes les resultó imposible no comprar una entrada para el espectáculo de la primera noche. Se vendieron cientos de entradas en pocos minutos, no solo compraron para ellos, sino para toda la familia. Algunas señoras gastaron todo el dinero que llevaban en la cartera para adquirir la mayor cantidad posible de entradas por miedo a que se agotaran; no querían dejar afuera a ningún sobrino.

En aquel sitio los artistas eran tan respetados como el más virtuoso pintor, y los fenómenos eran vistos como maravillas naturales. Sin embargo, no todo era glamoroso en ese mundo, también había mucho trabajo detrás de escena y, sobre todo, había muchos roces entre los diferentes miembros.

La diferencia en el público que atraía cada artista por las noches se compensaba con trabajo forzado durante el día. Las estrellas eran quienes daban las órdenes y los que poseían números poco atractivos debían acatarlas. En aquel entonces, uno de los más admirados era el trapecista Farkas, quien junto con sus compañeros, tenía un espectáculo que requería de mucho trabajo duro, pero de ninguna manera él se rebajaría a realizarlo.

Farkas no tenía ni un gramo de grasa corporal, era como una escultura de piedra. Cuando caminaba, lo hacía como si el mundo entero lo estuviese contemplando, y solía mirar a los demás con el rostro elevado e inclinado hacia atrás, con una leve y soberbia sonrisa. Era poseedor de un talento nato, y a los pocos meses de unirse al circo logró destacarse del resto de los trapecistas. Estaba ensayando movimientos como el giro de la tormenta, un triple salto mortal divergente con rotación levógira de tornado; ningún otro trapecista en mucho tiempo podía siquiera mencionar semejante salto sin vacilar.

Farkas no lo sabía entonces, pero sobre el final de esa noche se convertiría en la figura estelar.

 

 

Continúa en la segunda parte:

http://www.cortorelatos.com/relato/18276/el-circo-de-los-hermanos-sierpinski-2-de-5/

 


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