Esta sí que es buena. Me mandan a callar en un entierro y la mujer del difunto me mira como si me conociera. Quiere recordar. ¿Dónde coño lo he visto antes? Pero por la cara que sigue poniendo se ve que no consigue dar con mi pasado. Un Rambo de los cojones se me acerca con los puños cerrados y acompañado por siete u ocho tiburones martillo. Pega su nariz a la mía. El cura dice que todos volveremos a vernos. Ya no recuerdo nada más.
Abro los ojos y el cielo está rojo. Asteroides, a millones, se precipitan desde el espacio. Un dinosaurio tan grande como las torres Kío se tambalea y termina olfateando el cadáver de una rata. Oigo gritar a cuarenta y seis millones de zoombis, pero pasan de mí. Tengo rotas un par de costillas, seguro.
En una calle con tiendas guays vuelvo a saber de la viuda. Y ella, naturalmente, vuelve a saber de mí. Me llamo Rafael. Sigue de negro. Nos conocimos en una conferencia que impartió un economista. Y la cara esta vez confirma que ya tenie. El chico del vozarrón que pidió un cigarro al salir a la calle y yo le respondí que no fumaba.
El apocalipsis llegó. Pues no es nada del otro mundo. ¿No tienes miedo? No, bueno, un poco sí, pero a los zoombis. ¿No te asustan los dinosaurios? No. Yo voy a matarme con esta pistola de mi marido. ¿Le quería? No. Lo siento. Por eso su pistola me gusta. Claro.
El cura se ha quedado para esperar que recupere la conciencia. Muchacho, no debiste hacerles frente. Son peligrosos. ¿Quienes eran? Rambo y tiburones martillo. Ah, sí, ahora recuerdo. Eso está bien. ¿Y el muerto? Pues el muerto. Claro.
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