Rocío ha salido veinte minutos antes de la peluquería donde trabaja. Como la semana pasada, se ha excusado diciendo que tenía un fuerte dolor de cabeza. Pero a diferencia de aquella ocasión, apenas ha podido disimular su risilla nerviosa y el incontrolado taconeo de su pie izquierdo.
Ya lejos de su jefa y de sus compañeras de trabajo, la risa se ha transformado en una carcajada de satisfacción al soñar despierta con la feria andaluza del próximo viernes. Allí, en la caseta de la cofradía en que su chico es costalero, beberá rebujito y bailará sevillanas luciendo el traje de faralaes que se dispone a recoger. Por fin, después de varios meses e infinidad de ajustes y arreglos estará terminado y listo para cautivar a su novio. Su excitación solo era comparable a la que sintió el día en el que se tatuó en el hombro izquierdo el nombre de él en caracteres élficos.
Tras una última prueba y después de abonar la última entrega de los cerca de cinco mil euros que le ha costado aquel tesoro de volantes de seda, Rocío se dirigió a toda prisa hacia la cafetería donde se había citado con Carlos, su novio.
Mientras lo esperaba sentada en una mesa, volvió a abandonarse a sus ensoñaciones. Podía verlo e incluso oírlo cantar al compás de su guitarra los éxitos de El Arrebato, su cantante favorito. Pese a sus más de cien kilos de puro músculo, su cabeza rapada y sus más de quince tatuajes, tanto por sus hábiles manos como por su voz parecía la encarnación misma de un ángel trianero, como los que custodiaban a la Macarena. Sin embargo, al levantar la mirada de la mesa, la imagen que tuvo ante sí era la cara opuesta de la estampa de felicidad de sus ensoñaciones. Carlos estaba allí, observándola con la mirada extraviada y los labios entreabiertos que solo movía de vez en cuando para tragar un poco de saliva.
-¿Te pasa, mi niño?-le preguntó con el acento andaluz que tanto les gustaba impostar a los dos, pese a ser de Denielche, un pueblecito al sur de Alicante.
Tras un "Mira, 'quiya'" desganado y hasta temeroso, le contó una historia que pese a que Rocío conocía demasiado bien, era necesaria para abordar el problema que le inquietaba.
Hace diez años, tanto para él como para los casi dos mil jóvenes de aquel pueblo alicantino, no había mayor aliciente que salir en el paso de La Coronación de Espinas. El Martes y el Viernes Santo, el día grande, una sencilla plataforma de unos tres metros cuadrados sobre la que el Rey de los Cielos era coronado de espinas por dos sayones de cartón piedra, y que era desplazada mediante ruedas, era precedida por una legión de chicos y chicas.
Pese a la extrema sencillez del trono, adornado tan solo por varias docenas de claveles, bastaba ver la multitud de capirotes y vestas rojo y negras que la precedían así como sus doscientos tambores para comprender la grandeza de aquella cofradía. Sin lugar a dudas, de los trece pasos que integraban la procesión general del Viernes, era el que mayor admiración despertaba, incluso entre quienes no siendo católicos tendían, como si fuese un acto reflejo, a persignarse a su paso.
Lo que sucedió cinco años después, era la parte de aquella historia que mejor conocía Rocío y también la que más le gustaba. La época en que Luis, el nuevo presidente, hombre de muchas amistades en Sevilla, logró que el arzobispado le autorizase un nuevo nombre para la cofradía. A partir de entonces La Coronación de Espinas pasó a llamarse La Muy Ilustre y Santa Hermandad de la Preciosísima Sangre de Nuestro Salvador en su Santa Agonía al ser coronado y Nuestra Señora de la Santísima y Bendita Misericordia. Una nueva denominación que trajo consigo la adquisición de una talla de la Señora del mejor imaginero de Sevilla y un nuevo trono para la imagen de Jesús al que se incorporaron un legionario romano y una sirvienta hebrea del mismo taller. La vieja plataforma de tres metros dio paso a un auténtico retablo de seis en el que treinta querubes policromados se confundían en un bosque de curvas, espirales y lazos recubiertos de pan de oro. Cerca de cinco mil kilos repartidos entre los dos tronos que, fiel a la costumbre sevillana, requirieron el concurso de dos cuadrillas de costaleros y costaleras a las que se unió Carlos.
A partir de entonces, y en atención al esfuerzo de aquellos hombres y mujeres que arrebataron el protagonismo a los nazarenos de antaño, se decidió dejar de salir el Viernes Santo. Una decisión que no asumieron cerca de mil ochocientos nazarenos y doscientos tambores.
Roció sonreía al recordar aquellos años de cambios y de lo que tanto para ella como para su novio eran mejoras, pero el rostro de Carlos, al llegar a aquel punto de la historia, se volvió aún más sombrío. Pues además de ser costalero, era secretario de la cofradía y, por lo tanto, consciente de que la marcha de aquellos nazarenos y tambores suponía una pérdida de ingresos que junto a la adquisición de los nuevos tronos e imágenes dejaban las arcas de la hermandad en una situación de déficit.
-Mi niño, tú no te preocupes. Que yo vendo el traje y con lo que saquemos de él ayudamos a la hermandad ?a pesar del forzado gracejo de su acento, apenas pudo evitar que se le quebrara la voz al asumir aquel sacrificio. Una renuncia que Carlos agradeció con un pequeño beso en los labios y una sonrisa mientras pensaba que, al menos, el próximo año Denielche volvería a tener su Semana Santa sevillana.
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