Eran las cuatro de la tarde de un día de junio. Hacía calor. Tanto que me vi obligado a detener el vehículo a la altura de un barucho de carretera.
En parte por la calina y en parte porque hacía media hora que había comido, de inmediato me sentí fascinado por uno de los helados industriales que se exhibían en el descolorido cartel de la entrada. Se trataba de un cono de galleta que contenía nata, fresa y virutas de chocolate. Sin embargo, aquel capricho se disipó tan pronto como traspasé la puerta.
Un vacilante tubo de neón iluminaba un estante repleto de botellas medio vacías y cubiertas de polvo. Tras ellas, la selección nacional, teñida de un azul pálido, posaba sonriente y orgullosa junto a Naranjito, la mascota del Mundial del ochenta y dos. En definitiva, un panorama bien distinto al que me encontré en la puerta, donde una muchacha de rasgos nórdicos me decía con su mirada que no fuese tonto y me tomase un Corneto. Ahora, en cambio, era Santa María y sus muchachos quienes, desde la pared, me pedían a gritos que observara bien la mugre del mostrador y las patatas que, olvidadas en su vitrina, estaban empezando a volverse de color verde. Una leal advertencia, sin duda, para que reflexionase sobre las letales consecuencias de una salmonelosis estival.
Pero si aquellas reliquias de más de treinta años habían sido tan explícitas, el camarero que había tras la barra, en cambio, era, incluso, menos locuaz que la rubia del cartel y los futbolistas del póster junto a un gato de escayola. Apenas acabó de servirme el café que le pedí, se dio la vuelta con los brazos cruzados para continuar viendo la televisión. A través del receptor, que tapaba totalmente con su voluminoso metro ochenta, se podían oír los aplausos y los vivas que miles de aduladores pertrechados de banderas dedicaban a un grupo de personajes que saludaba desde un balcón. A la práctica totalidad de aquella muchedumbre, por lo que averigüé más tarde, no solo la había sorprendido el amanecer en aquel lugar, sino la puesta de sol del día anterior.
Por la indiferencia de la que fui objeto por parte del cantinero, parecía condenado a tomarme el café en soledad. Sin embargo, tuve la suerte de que se encontrara allí Pepe. Supe que se llamaba así porque, tras apenas un par de palabras, se mostró tan accesible y abierto conmigo que me confío hasta el mínimo detalle sobre su vida. Se trataba de un hombre que pese a haber vivido más de sesenta años parecía, en cambio, feliz demostrándole a todo el mundo con sus ocurrencias que solo había vivido doce. Al menos esa era la impresión que me causó al principio, sobre todo por las risas que le provocó a un individuo que entró para comprar un paquete de tabaco. Un tipo que, pese a la confianza que demostraba tener con el anciano, me violentó al despedirse de él con un par de cachetadas, similares a las que se da a un perro para poner a prueba su mansedumbre.
-Mucho tiene que agradecerle ese a su padre -le dije a Pepe señalándole el televisor. Pese a la perenne sonrisa con la que había reaccionado a las burlas, había algo en la mirada de aquel hombre que me hizo sospechar que no era tan infeliz como la gente quería creer. Por lo tanto, con mi comentario, quise brindarle una oportunidad excelente para que, contestándome, pudiera resarcirse de aquella humillación demostrándome su más que probable inteligencia.
-Y su padre a Franco -respondió.
El camarero, que hasta entonces no nos había prestado atención alguna, se volvió para lanzarnos una mirada de reojo. Como aquel gesto no le pareció suficiente para desafiarnos, acabó dándose totalmente la vuelta para observarnos con los brazos en jarra tratando de intimidarnos con una expresión de fiereza que, más bien, resultaba cómica. Como ambos permanecimos impasibles ante su actitud amenazante, volvió a ignorarnos prestando toda su atención al televisor.
-Y Franco a Hitler -continuó Pepe su discurso, consciente del desagrado que aquella conversación estaba causando al dueño del local.
-Por lo tanto, si su padre tuvo que agradecérselo todo a Franco y este a Hitler, él también le debe mucho a Hitler, ¿no? -concluí.
Pepe no me contestó. Bajó la cabeza y, mirando al suelo, sonrió exhibiendo sus escasos dientes. Después reclamó la atención del cantinero con un enérgico chisst al tiempo que le espetaba "Eh, tú. Déjate a los del balcón. Y ponme un corneto de esos, que hace calor".
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