La pantalla del televisor estaba encendida, pero no emitía ningún sonido. Un fuego crepitaba sobre los cinco troncos que formaban la lumbre, de manera que cada una de sus llamas vibraba, haciendo crujir la madera, e iluminado el pequeño salón.
Tres conversaciones se cruzaban sobre la mesa, cada cual más anodina. Mientras, un silencio las observaba, y un llanto hacía de fondo de las palabras, y, de vez en cuando, la charla se unía al silencio para comprobar si el llanto había cesado por fin.
Cuando, en una de aquellas pausas nadie escuchó gritar al pequeño. Un suspiro lleno la habitación y se prepararon para reanudar la conversación.
En ese momento, uno de los hijos, aquel que tenía encomendada la misión de calmar al crío, entró a la habitación con el pequeño en brazos, que con ojos inquisitivos buscaba a su madre. Una sonrisa de disculpa asomaba en la boca del niño, al que toda la habitación contemplaba con sorpresa. Finalmente puso al niño en el regazo de su madre y salió a buscar una silla para sentarse al calor de la recomenzada tertulia.
Mientras, aquel que guardaba silencio lanzaba servilletas a las llamas, mirando las cenizas ascendían elegantes por la chimenea. Vio un bolígrafo entre la comida de la mesa, lo cogió y se pensó en escribir algo en alguna de aquellas servilletas.
Cuando acabó vio que aquellas frases eran dignas de ser recordadas. Pensó en la gente que lo leería, en aquellos que llorarían con sus palabras. Pensó también en quienes no las entenderían, aquellos que después de leerlo se limitarían a hacer una mueca y a seguir con su vida.
La servilleta se deshizo con las demás, en el fuego.
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