Fragmento de Súper Pocho (el poder de los cobardes)
Por Manuel Murillo
Enviado el 02/06/2015, clasificado en Adultos / eróticos
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La atmósfera del bar cambió ligeramente de repente y de inmediato supo quién acababa de entrar:
María.
Podría haber reconocido su aroma en cualquier parte, incluso en mitad del cráter de un volcán activo a donde habían acudido miles de personas para un suicidio colectivo, como lemmings desorientados. Incluso en esa situación la habría detectado.
Había soñado tantas veces con ese aroma... Había formado parte de tantas fantasías...
¿Cuántas veces se había imaginado tirándosela allí mismo, sobre la barra del bar? ¿O había ido al servicio a mear y, cuando se disponía a salir, se había imaginado que ella abriría la puerta y entraría?
Él le diría entonces que ése era el servicio de caballeros y ella le contestaría que se había equivocado porque estaba un poco borracha. Se reirían, pero se quedarían quietos. Ella no se daría la vuelta para salir por la puerta y enmendar su error. Es más, él, al intentar salir, vería su camino obstruido por ella, quien se situaría entre él y la puerta y, seguidamente, le agarraría de la corbata y tiraría de él hacia ella.
-María, ¿Qué estás haciendo? - Le diría él -. Ya sabes que estoy casado.
-Calla - Le diría ella -, no quiero oírlo.
Por supuesto que no. Él tampoco quería oírlo.
Ella se echaría sobre él, desequilibrándolo un poco y obligándolo así a agarrarse a ella (por donde fuese) y él enterraría su cara en su suave cuello, respirando su aroma con gravedad. Le arrancaría aquel collar de un mordisco si hacía falta para poder recorrérselo con la lengua. Ya estaba bien de contentarse sólo con el olor, ya iba siendo hora de probar también su sabor.
Luego se preguntaría qué ocurriría si entrase alguien en aquel momento.
No, era improbable. Siempre olía más a meados en la barra que dentro de los servicios.
María entonces se separaría de él lo justo para poder comenzar a desabrocharle la camisa y, al hacerlo, él vería cómo su pelirrojo cabello ondearía delante de él, reflejándose a su vez en el espejo, dando la sensación, sumado al calor que le entraría, de que estaba siendo envuelto en llamas. Unas llamas prohibidas, y largamente deseadas.
Mientras ella terminaba de desabrocharle los botones, exhibiendo una rápida y precisa habilidad con esas largas uñas que hacían juego con su pelo, se preguntaría a cuántos hombres les habría quitado la camisa, o siquiera si alguna vez habría dejado que se la quitasen ellos. A juzgar por su pericia, su respiración y la dilatación de sus pupilas, en aquel momento todo parecería apuntar a que no. Él enterraría la mano en su cabello, deslizando los dedos hacia arriba desde su nuca, y traería su cabeza hacia él para besarla. Ella sabría a una mezcla entre alcohol, tabaco y ese sabor que se había imaginado con su aroma. Mientras se fundían en un intenso, húmedo y ardiente beso, ella pegaría su cuerpo a su tórax descamisado, empujándolo lentamente hacia la mesa de mármol donde estaban los lavabos y el espejo. Él notaría entonces la presión de sus senos en su pecho, y ella notaría la presión de su erección en su cadera. Al notarla, ella sonreiría y a la vez tensaría todo su cuerpo, como un gato que ha visto algo que puede devorar y, tras acercarse un poco, se pone a acechar.
María bajaría entonces la mano, deteniéndose un momento en su ombligo, y acariciándolo dándole un rodeo con la uña de su dedo índice, hasta la entrepierna de él. Entonces, mientras con la otra mano le quitaba la desabrochada camisa, con la derecha comenzaría a acariciar su falo a través del pantalón, sin la palma, sólo con los dedos, cerrándolos levemente, y moviendo la mano hacia arriba y hacia abajo. Ella sentiría en sus dedos, a través del pantalón, los latidos acelerados de él, como si su miembro estuviese deseando salir y pidiese socorro a golpes.
Él comenzaría a sentirse febril. Y a sudar. Menos mal que ella le había quitado la camiseta. ¿Dónde estaba, por cierto? La había tirado detrás de él, esperaba que no se hubiese mojado en los lavabos. Pero bueno, no pensaría en eso más.
María lo estaba tocando. Sentía que le faltaba la respiración. Estaba petrificado.
Él, seguidamente, llevaría las manos a los muslos de ella y comenzaría a subirlos lentamente por la parte exterior, hasta que llegase a la falda. ¿Continuaría por fuera? Claro que no. Continuaría paseando las manos por el interior de su falda (también roja). Ambas abandonarían los muslos y se irían un poco más hacia atrás, hacia sus nalgas. Una vez allí, sus dedos las apretarían con fuerza y harían que María se acercase más hacia él. Volverían a besarse, esta vez más torpemente debido al frenesí. En mitad del beso comenzarían a escaparse gemidos por parte de ambos, a causa de la excitación.
Cuando ya hubiese masajeado lo suficientemente la zona, deslizaría los dedos de la mano izquierda por debajo de sus bragas y comenzaría a pasearlos por el caliente y calado ecuador de aquel trasero que tantas veces le había hecho apartar la mirada del partido de fútbol (incluso en las tandas de penaltis). Y, por otro lado, su mano derecha sería llevada hacia la parte delantera y, aún por encima de sus bragas, comenzaría a acariciar aquella zona tan prohibida, tan codiciada, tan recordada aquellas (cada vez más y más numerosas) noches en las que se masturbaba porque había llegado a casa algo cachondo pero a su mujer no le apetecía hacer nada.
Ella, con la mano con la que no estaba acariciándole, se desabrocharía entonces su propia camisa, dejando a la vista un sugerente sujetador balconette negro que pedía a gritos ser desabrochado. Él llevaría su nariz hacia su escote y comenzaría a besárselo.
En aquel momento ambos se darían cuenta de dos cosas: Él había alcanzado la máxima rigidez y ella estaba muy mojada.
En sus fantasías, ellos no hablaban mucho. ¿Para qué perder el tiempo hablando? Unas veces se daban la vuelta, ella se subía sentada en la mesa de los lavabos, dándole la espalda al espejo, colocaba sus piernas por encima de sus hombros y la penetraba así. Otras veces, cuando lo hacían, ambos se quedaban de pie, pero ella se inclinaba dándole la espalda a él, hacia el espejo, y se apoyaba con las manos en los lavabos.
De cualquier manera, siempre se imaginaba llevándola a un intenso orgasmo en el que ella intentaba contener el aliento hasta que finalmente no podía evitar gritar, al mismo tiempo en que él llegaba al clímax, solo, en la cama de su casa.
Le ponía imaginarla gritando.
Cuando abría los ojos, María desaparecía y era sustituida por la imagen de una televisión apagada, apenas visible entre la oscuridad. Su mujer solía estar viendo la otra televisión en la sala de estar y su hija ya dormía a esa hora.
Ah, María. Si ella supiera ...
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