Los cadáveres amontonados en esa fosa tan grande como el Arca de Noé. Putrefactos. Y el soldado alemán que observa con deleite ratas que suben y bajan y el vuelo de un pajarraco que está esperando a que se aleje de la comida.
La última hora de la tarde y vuelve a sonar el piano en algún sitio de Auschwitz-Birkenau.
Rudolph ignora que va a morir a las seis y dieciséis. Rudolph tiene treinta y tres años y ha pensado demasiadas veces en Bremen, en su madre Franziska y en su hermana Agnes.
No está cansado de ver a los judíos pasando hambre y siendo gaseados, eso no le quita el sueño, pero sí es verdad que ya aburre. El creía que la guerra era otra cosa. Pasaba horas pensando que entraba en combate y que mataba ingleses, franceses, americanos, pero soldados.
También quería una herida, en una pierna, en la cabeza, algo de metralla en el cuerpo, la pérdida de un ojo, pero con su huella en el campo de batalla, y una medalla, o dos.
Rudolph ve acercarse a Heinrich Himmler.
"Péguese un tiro en la cabeza, soldado".
Saca su pistola. Tarnów le parece ahora una estación algo sucia.
El disparo ni siquiera hace parpadear a Himmler.
Por fin el pajarraco sabe (no sé cómo) que llegó la hora de comer.
Seis y deciesiséis.
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