Jie me regaló un caballo de Altái
Por Ravelo
Enviado el 22/05/2015, clasificado en Amor / Románticos
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¿Y qué? No me arrepiento. Para nada. Sé que me han fotografiado junto al león, el escorpión, el jaguar, el bisonte, la musaraña, el cocodrilo, el dragón de Komodo, el diablo de Tasmania, el ñu, el tigre. No sigo porque la lista resultaría interminable.
Me han filmado en pelotas en las selvas de Ecuador, Jamaica, las que se extienden por África, en Indonesia, y no sigo, ¿vale? El Amazonas es un jardincillo que cuido no con mucho esmero, lo confieso.
Pero mi argalí es único. Con él estoy ahora. Hace mucho frío. En el macizo de Altái no hay soledad. ¿Tú crees que sí? Pues no. Oímos juntos sonidos de vida que proceden de mesetas, valles; silencios atormentadores que se agrupan en huesudas pesadillas de hormigón.
La ruta de la seda continúa atestada de viajeros.
Si quieres saber dónde vivo, muévete y busca el nacimiento del Yeniséi.
Una vez, tras un pequeño enfado con mi argalí, y corriendo por el desierto del Gobi, la joven y preciosa Jie me preguntó por qué no montaba en el caballo de Altái que ella me había regalado la primavera pasada. Corrió a mi lado. Nunca obtuvo respuesta.
En Ömnögovi, en el sur de Mongolia, grité que la quería, y escuché su voz: Jean François Gerbillon me hechiza con sus oraciones.
Dejé de correr para socorrer a un nómada que cargaba el esqueleto completo de un Protoceratops. Nos miramos largo tiempo,
¿Cuánto hace que no bebes?, me preguntó.
A Jie la rescaté de las manazas de Gerbillon después de leerle al jesuita unos poemas de Ryenchinii Choinom.
Han pasado tantos años que el Gobi cabe en una de mis manos. El macizo de Altái se deshiela en el corazón de Jie, y las fronteras entre el sur de Mongolia y el norte de China se diluyen entre abrazos y besos.
Mi argalí y el caballo de Jie se alejaron un amanecer con nómadas kirguizes, que levantaron sus yurtas.
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