Laberinto

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Recorrí los afamados comedores donde opíparos convites tenían lugar cada noche en las largas mesas de mantelería exótica, al pie de las cuales se reunían hombres doctos en torno a fuentes y platos exuberantes de rarezas. Bebían ideas propias y foráneas en copas doradas de inigualable brindis mientras las voces componían un coro improvisado e ininteligible que sin embargo articulaba un significado vivo y unívoco.


Atravesé los inmensos salones de paredes igual que paisajes con un horizonte esplendoroso que la vista agradecía; los techos, elevados con aparente facilidad, dormían en el territorio de las estrellas, bostezando perezosas una penumbra plácida y cautivante.


Habitaciones que hacían las veces de ciudades, repletas de habitantes compartiendo su peculiaridad con el gozo propio de los niños que intercambian la merienda.


Vanos sin puerta, paredes de fino telón escrito que eran atravesados por luces y voces alimentadas de mensaje.


Los pasillos se abalanzaban en un laberinto horizontal y vertical, serpenteados por una misma alfombra inacabable, saltaban o tropezaban en forma de escaleras hacia la inquietud de un final que no llegaba y que se traducía en una nueva encrucijada donde varias alternativas posibles se disputaban la curiosidad del viajero o bien su decidida memoria. Los había que incluso vivían en su ancho cauce de meandros recoletos o en los márgenes prodigiosos de bibliotecas vírgenes, apostados en los divanes aquí y allá buscando su imagen en los espejos numerosos.

La busqué, en los castillos inmensos, aquellos capaces de encerrar el mundo, dejando que fuera ruido y furia, oscuridad y caos, impusieran su veleidad.


La busqué. Solo. Introducido por la cortesía de una tradición en las antesalas de lo impredecible.


Me valí de un recuerdo que originalmente no fue mío pero del que conseguí apropiarme y cultivar con imaginación lectiva, soledad y perseverancia. Mis credenciales fueron puestas a prueba en cada palacio fortificado e hice valer en cada uno de ellos la convicción de mi propósito.


En contra de toda expectativa, fui hallado, por medio de una pregunta delicada que asaltó mi desorientación por encima del hombro...

Deja que me despida, fugaces las horas han sido
Recorriendo contigo la virtud de las reverencias
Deja que el adiós surja como deseo, el de cumplir
Todo lo que hasta ahora no hemos aventurado
Aquello que la imaginación surtió de caricias
Más fácil es para nosotros, lejos del otro existir
Porque somos espectros de un tiempo alejado
Donde el rigor decadente disuelve apariencias
Y no nos afecta el intento denodado por vivir


Terminó la búsqueda y aventurar un resultado no puedo. Descubrí que toda calurosa intención no fue sino un aspaviento que el tiempo anestesia. Tan solo me queda el pensamiento acerca del laberinto que una vez recorrí y la voz dulce que se despidió de mí prometiéndome regresar al cabo.


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