Percibiéndome tan lejano como si estuviera sentado en un tren lanzado a toda velocidad que tome por error en sentido equivocado, mientras permanezco atrapado en una conversación de vagón entre cuatro personas que apenas conozco que gira en torno a las cosas más intrascendentes de la vida. Y sus preguntas me retienen, pues pretendo ser decoroso, en lugar de buscar la manera de escapar de aquel claustrofóbico lugar y reducir la velocidad de ese decidido tren lo suficiente como para que no sea demasiado tarde y mi huida sentencie: irrevocable.
Así transcurren las horas, durante las cuales el silencio es vapuleado con estricta vehemencia, y recibe tal paliza que involuntariamente emite un gemido apagado y quejumbroso a modo de reverberación o quizá un eco de las voces que lo maltrataron, perdurando en forma de pitido desagradable en el oído interno, dificultando así el pensamiento y ofreciendo como única solución o alternativa la sustitución por voces impostadas sobre palabras manidas que dan un nuevo inicio a la tortura del diálogo.
Breves vistazos camuflados por falsos picores me permiten mirar a través de los cristales del vagón, más allá del paisaje borroso por el movimiento, hacia el horizonte colmado de ruinas bañadas por la luz crepuscular y nostálgica de un cielo cuya intemperie añoro y donde el contraste de la línea quebrada que dibujan las montañas azules me recuerda la prevalencia del secreto indecible.
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