No es fácil conseguir un cargo titular en la Facultad de ciencias exactas; a algunos les toma toda una vida lograrlo.
El antiguo edificio te hace sentir en el Olimpo; unas paredes de gruesos bloques que parecen haber sido elevados por una civilización de otra era, pisos de grandes baldosas de granito, y puertas con gruesos marcos de madera que vencen el paso del tiempo.
Ingresé supliendo a un viejo profesor de matemática que se tomó licencia por un semestre. Fue una gran oportunidad y no quería desperdiciarla, y estuve atento a cualquier otro puesto que pudiera surgir para quedarme a trabajar allí en forma definitiva. Me pusieron a cargo de la cátedra de Ecuaciones diferenciales, y enseñaba dos días por semana. Los martes salía cuando el lugar estaba aún lleno de gente, a las nueve de la noche, pero los viernes terminaba a última hora.
El primer viernes, al finalizar la clase fui a la sala de profesores para dejar allí el temario. Eran más de las once y ya no quedaba nadie; era de esperarse, todo el mundo desea empezar el fin de semana lo antes posible. Sin embargo, cuando volví a salir al pasillo, escuché que en el salón de al lado, el 76, aún había gente. Allí, en medio del silencio de un edificio que dormía como un gigante de piedra, se escuchaba un grupo de estudiantes demandando conocimiento. Me retiré contento de ver tanto entusiasmo por enseñar y aprender.
Al siguiente viernes fui de nuevo el último en retirarse; sin contar a los fanáticos del salón 76, por supuesto. Me acerqué a la enorme puerta con ganas de saber qué era lo que tanto apasionaba a esa gente:
–Cuando veamos variación de parámetros vas a ver que es mucho más fácil –dijo un joven del otro lado.
Supe entonces que se trataba de estudiantes de ecuaciones diferenciales. Pensé que serían mis alumnos, que se quedaban después de hora para aclararse dudas entre ellos.
–Pero yo solo conozco el método de coeficientes indeterminados –dijo otro joven– ¿Por qué no lo explicás a todos, Panucci?
Luego escuché gritos a coro aclamando a aquel estudiante para que los ayudase:
“¡Panucci!, ¡Panucci!, ¡Panucci!...”
Era tarde y me retire. Me fui pensando que lo primero que haría la siguiente clase sería identificar a ese tal Panucci; sin embargo, cuando lo busqué en el listado de mis estudiantes, no lo encontré. Supuse que se trataría de un ex alumno y decidí averiguar los nombres de los otros jóvenes que se reunían a la noche a estudiar matemática.
A la semana siguiente los gritos apasionados volvieron a llenar de vida al salón 76. Me acerqué a la puerta y logré oír una conversación:
–¿Otra vez, Martina? –dijo un joven– Tenés que cambiar la pendiente. Eso lo vimos en la segunda clase.
Por “cambiar la pendiente” entendí que estarían hablando de un problema de trayectorias ortogonales. Acerqué más el oído y escuché la respuesta de quien sería Martina:
–Es que yo falté ese día, y luego nos quedamos sin profesor.
Esa nueva información me sorprendió; yo era precisamente quien enseñaba Ecuaciones diferenciales y, según tenía entendido, nadie más dictaba allí esa asignatura. Estuve a punto de entrar a preguntarles, pero no saber acerca de una cátedra disponible podría haberme hecho quedar mal frente a ellos.
Días después, cuando busqué en el listado de mis estudiantes, no encontré a ninguna alumna llamada Martina. De todas maneras eso no era lo importante, lo que más me interesaba era la posibilidad de que hubiese un puesto disponible, y fui a hablar con un directivo al respecto:
–No, profesor –dijo él–. No hay ninguna cátedra de matemática sin cubrir. Si surge algo, le avisaré; están todos muy conformes con su trabajo.
Una nueva jornada de viernes llegó a su fin y, mientras guardaba el temario en la sala de profesores, volví a escuchar a los alumnos nocturnos. Fui hasta la pared que daba al salón 76 y apoyé la oreja intentado captar algo a través del grueso muro; entonces escuché un grito con claridad:
–¿No te das cuenta que es de variables separables, Polaco? –dijo alguien.
Se oyeron unas risas; al parecer ese “Polaco” no entendía ni lo más básico de ecuaciones diferenciales. Fui moviéndome a lo largo de la pared para captar algún otro nombre, y de pronto sin querer tiré algo al suelo; había chocado un cuadro con la mano. Me agaché a levantarlo y vi la foto en blanco y negro de un joven rubio cubierta por un vidrio roto. Me alegré de haber sido el único en la sala y que nadie me viera romper ese cuadro; se trataba de uno de los veintiocho ubicados bajo el viejo cartel de “Víctimas del terrorismo de estado”. Colgué la fotografía en su lugar y leí su nombre: “Rubén Kowalski”. Sonreí por la casualidad de que aquel muchacho fuese tan o más polaco que el que estaba del otro lado de la pared.
Me alejé unos pasos hacia atrás y comencé a leer los nombres de los otros homenajeados, entonces un escalofrío recorrió mi espalda cuando encontré nada menos que a Luis Panucci entre ellos. Con mi corazón retumbando en mi pecho seguí leyendo los nombres, deseaba con todo mi ser que ella no estuviese allí, pero sí estaba; eternizando su belleza en el mural, vi la foto de una hermosa joven llamada Martina B. Gómez.
Salí corriendo de la sala de profesores y me dirigí al aula 76 sin control de mis pensamientos. Cuando abrí la puerta vi a veintiocho espectros sentados en pupitres individuales. Todos giraron sus cabezas a la vez para mirarme con sus cuencas de ojos vacías, y uno de ellos me habló:
–Profesor, lo estábamos esperando. Tenemos muchas consultas que hacerle.
Me di la vuelta para salir corriendo, entonces uno de los fantasmas apareció frente a mí; su cuerpo era de color blanco traslúcido y en su pecho podían verse varias heridas de bala.
–Un gusto conocerlo, profesor. Mi nombre es Rubén Kowalski, pero todos me dicen “Polaco”.
Corrí hasta el final del pasillo y al doblar vi a una joven fantasma con ropas rasgadas y un rostro que sin duda había sido golpeado hasta la muerte:
–Me llamo Martina. Será un placer tenerlo con nosotros.
Grité y huí hasta las escaleras, pero en ese momento algo tocó mi espalda y al voltearme tropecé.
–¡Profesor! –gritaron los alumnos.
Caí por las escaleras golpeándome con cada uno de los escalones de mármol y perdí el conocimiento. No recuerdo qué más sucedió, pero al día siguiente me asignaron un cargo titular para trabajar todas las noches después de las once.
Cuando me enteré que trabajaría en el salón 76 tuve algo de miedo, pero luego me acostumbré. Hasta hoy sigo allí; junto a Panucci, la estrella de la clase; Kowalski, más conocido como “el Polaco”; y con Martina, que siempre olvida cambiar la pendiente. A veces tengo la sensación de que no avanzan y que todas las clases explico lo mismo, pero son buenos muchachos; además tengo tiempo de sobra, y los veintiocho asisten día tras día con el mismo espíritu de siempre.
Autor: FEDERICO RIVOLTA
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