Naci de nuevo

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     Muchos creen, que la vida es como un río que fluye segura y veloz en una dirección. Pero yo le he visto la cara a la vida, y os aseguro que no es así. La vida es un océano en medio de la tormenta, y somos la hojarasca que arrastra el viento que mueve a la tormenta, sin saber si nos dejara posar sobre la mar...

     Os preguntaréis quién soy... Venid, os voy a contar una historia como ninguna otra que hayáis escuchado antes...

     Era viernes, comenzaba la primavera del que podría ser el primer año de todos, y si hubiese habido reloj, hubiese marcado casi la media noche. Y todo ocurrió en un instante de tiempo, a la hora predeterminada, cuando el Sol alcanzaba el cenit, cuando la noche de seis meses de duración pasaba a un día de seis meses.

     Si, en ese instante me envolvió la niebla que cubrió la noche, muy espesa y fría. Sin camino que seguir, sin estrellas por las que dirigir mis pasos caminé entre ella hacia un punto que a lo lejos se difuminaba como un Sol luminoso. Brillante. No sé cuánto tiempo anduve. Me detuve frente aquel portal, como la boca final de un túnel, gelatinoso y resplandeciente, donde confluían secretas galerías de otros tiempos.

      A través de su transparencia pude divisar formas con perfiles rugosos, paisajes imprecisos. La lluvia, la escarcha y la nieve caían todas a la vez. Y entre la mezcla, me pareció ver infinidad de pequeñas motas de luz. Vidas al otro lado de la vida. Mire hacia atrás y todo seguía oscuro, muy oscuro, espeso y frio, como si el hielo pudiera ser negro. Un irresistible impulso me empujaba a traspasarla, decidido, sin miedo, di el primer paso dentro de la humedad radiante del pórtico.

     Me elevan. Unos verdes e inteligentes ojos parecen estudiarme detenidamente. Mi madre descansa del esfuerzo realizado durante el parto, tumbada sobre un lecho elevado de paja seca cubierto por pieles. El hombre que me sostiene en sus brazos camina hacia una pequeña azotea que hay a la entrada de la gruta, donde varias mujeres sentadas en el suelo, separan las bayas, y sin saber bien porque, me alza cara al bello paisaje iluminado por la suave luz del sol de media tarde.

     Me encuentro situado en lo alto de un pequeño terrado, al final un vasto conjunto montañoso, que se alarga majestuoso por todo lo que alcanza mi vista. Es un macizo escabroso, cordillera escarpada e inhóspita, con fértiles valles alimentados por numerosos ríos, que brotan de innumerables manantiales. Montes arbolados y montañas nevadas, en planicies floridas. Sierras que corren paralelas entre sí, ríos, cascadas y grutas, refugio de innumerables plantas y otras especies de animales.

     Cierro los ojos, el cansancio me rinde. El sueño se apodera de mí. Desnudo, me cobijo en el fresco de las sábanas.

     Oigo que me llaman por mi nombre.

     Retumbó en mi mente como el estruendo del duro chasquido del martillo al golpear sobre el yunque. Todo está oscuro. Muy oscuro. El descanso no ha sido placentero. Mis ojos, poco a poco, se adaptan a la negra oscuridad. El silencio es roto por el sonido metálico de las gotas de agua al golpear sobre el suelo rocoso.

     Me vuelven a llamar por mi nombre.

     Comienzo a moverme. Me incorporo. Me flaquear las piernas. Siento el frío del lugar. Mi corazón se violenta bruscamente, vuelve a mí el miedo y la desesperanza. Continuo titubeante hacia un fanal de luz, hacia los discretos puntos de luces pálidas que se distinguen cada vez más cerca, veo un movimiento, una sombra en la pared.

     Su figura me es familiar. Es alto. Tan alto como yo. Su cabeza es voluminosa, cubierta con una espesa cabellera negra, igual que su barba, le acompañan dos mujeres.

     Al salir, me envuelve el vértigo y con el último paso se doblaron mis rodillas. Con ellas clavadas en tierra, la cabeza inclinada hacia delante y las manos apoyadas en las rocosas piedras, inspire de nuevo un profundo soplo de aire izando mi cabeza, y fijé mis vacios ojos, abriéndolos de par en par, en el cielo azul.

     El ruido cesó. El sonido se volvió viento. Y escuche en el sonido del silencio, las palabras con que me hablaba el viento:

     -¡Aún no es tu hora! ¿Qué haces aquí?

     Se volvió y espero que estuviese a su lado, y seguido por las dos mujeres nos marchamos caminando en silencio.

     Detrás quedaba el rumor del río que nos anunciaba que nos alejábamos de su orilla, del amparo del último remanso.

     Me llamo Lázaro de Betania, tenía treinta años. Me habían resucitado de entre los muertos.


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