Me preguntaron una vez por la belleza de las inercias cotidianas, por el abandono de uno mismo en las superficies plásticas de las horas inmiscuidas, horas de fina hoja que dejan heridas insensibles por donde se marchan los vigores igual que humores hechos canción que transportan hormigas laboriosas hacia la sombra que se cierne y pulveriza.
Me preguntaron por el sentido del laberinto y por la extrema soledad que confieren sus muros, a veces hechos de muchedumbres, montañas, ciudades o lirios. Por el camino verdadero, el correcto, aquel que no nos recuerda a cada paso nuestro rumbo perdido.
Me preguntaron por la belleza de la espera y del vacío, la dulzura soterrada de un vacío disolvente al que el silencio aguarda con la paciencia de la eternidad.
Me preguntaron, por todas estas cosas y por muchas más, y mi respuesta fue una amplia sonrisa y un breve suspiro.
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