Era una tarde de esas tontas, de horas bajas. Una ligera melancolía se había instalado en su cabeza, o en su alma. No sabia exactamente dónde, pero estaba ahí.
Buscar algo que la hiciera olvidar era el objetivo. La cocina era un buen lugar para encontrar algo que la consolara un poco. Estaba de suerte. Un pedazo de chocolate esperaba en una pequeña lata en la despenza. Multitud de estudios afirman que el chocolate mejora el estado de ánimo y ella iba a confirmar, una vez más, que tanto científico no podía estar equivocado. Con él en la mano regresó a su cama. Dio un par de mordiscos a aquel delicioso dulce que tanto placer le daba y el último lo miro con más deseo.
Se propuso saborearlo de un modo especial. Aspiró su intenso aroma, lo introdujo en su boca y lo dejo reposar en ella, intentando reprimir la salivación para que no se disolviera rápidamente. Era inútil. El calor de su boca era suficiente para derretirlo. Lo apoyó contra el paladar y deslizó la lengua bajo la pasta de cacao.
Sus papilas comenzaron a reconocer la explosión de sabor que suponía lamer tal manjar. Primero reconoció el dulzor del azúcar, que lentamente daba paso al toque amargo del cacao. Dos sabores tan contrapuestos pero tan complementarios. La pequeña porción disminuía su tamaño al calor de su boca. Aumentaba el sabor que inundaba su lengua y embriagaba todos sus sentidos. Aquel ritual cargado de placer tenía los minutos contados. Ella sabía que el chocolate desaparecería y, con él, quel momento mágico que le había hecho olvidar por un instante su melancolía.
Derretido el chocolate, tragó despacio, intentando mantener, el mayor tiempo posible, aquel fluido en su paladar. Lentamente, comenzó a desaparecer, dejando, únicamente, un gusto agradable.
A pesar de la sed, evitó beber agua durante un rato para saborear el recuerdo del chocolate en su boca.
Era aquel uno de los pequeños placeres que la ayudaba a ver las cosas con otro sabor
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