Los ojos que se nutren en mi niñez
no han visto el frío de los muertos,
ni los zapatos de ceniza del que llora en silencio,
ni la boca que tiembla sin palabras
como un pequeño mar de viento.
Esos ojos míos de la infancia
vieron la luna estrellada en cada sonrisa de niña,
el baile de lágrimas de las cebollas cortadas,
un recuerdo de olas fruncidas
acariciando las rocas en la mañana.
Contemplaron el cisne de la aurora en el cielo,
las volteretas de un eclipse en un vaso de cristal,
las manos urdidas sobre un jardín de butacas,
el polvo de un viejo baúl que guarda criaturas celestes.
Hay una pena de huellas partidas
y un cielo desnudo en mis ojos.
No existe el silencio devorado por milhojas
entre las arcadas de un violín sin cuerda.
Mis ojos ven ahora la cicuta del sueño.
Cajones llenos de un olor a lactancia.
Dedos flotando en un acordeón de risas.
Los ojos que yo llevo no verán
cómo nace el olvido,
gestado en el pecho vacío
de un pescador hambriento y sin marea.
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