Su mundo estaba lleno de sombras borrosas que la inquietaban al mismo tiempo que le hacían compañía. Desde niña, había visto cosas, que, a ojos de otros, eran invisibles. Al principio, eran parte de un juego, hasta que fue tomando conciencia de un don que no había elegido. Hubiera preferido ser una virtuosa en un instrumento musical o en cualquier otro tipo de arte, o por qué no, tener don de lenguas. Pero no, era algo menos mundano, más espiritual. Para algunos un don sobrenatural, para otros solo un sexto sentido.
Los años se sucedieron, y lo que, primero causaba temor, se fue tornando normal. Esas sombras no interactuaban con ella, no le hablaban y a veces eran imperceptibles. Pero, de una forma o de otra, le transmitían sensaciones extrañas. A veces eran escalofríos, otras una enorme paz, y otras, simplemente, eran imágenes que acudían a su mente, sin que ella pudiera darles explicación. Con el tiempo, descubría que esas visiones fugaces tenían un significado. Ataba cabos y comprobaba que tenían relación con una persona, con una situación o con un futuro próximo. Nadie sabía su secreto. No era algo fácil de explicar, ni sencillo de comprender. Aprendió, a la par, a vivir con ello y a ignorarlo.
Un buen día, descubrió que se había acostumbrado tanto a desoír aquellas señales, aquellos atisbos de comunicación sensitiva, que su don se diluyó. Desapareció. Fue entonces cuando sintió miedo. Cuando no fue capaz de mirar más allá y ver en el fondo de los ojos de sus interlocutores el brillo de su mirada o el oscuro de su alma.
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