Azúcar Prieta

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  AZUCAR PRIETA

 

-¡Joaquina! -rompió Ramona con un grito el bochorno de la media tarde, y apoyando su brazo de carnes colgantes en el marco de la ventana, dirigió la mirada a la vivienda de su vecina.

 

-¡Dime! -apareció Joaquina en el ventanal de enfrente. Su cara irradiaba felicidad, pues conocía de antemano el motivo de la llamada. Minutos antes el reloj de su vicio le había anunciado que ya estaba pasada de hora.

 

-¡Ven a tomar un buchito de café, que acabo de colar! Pero tráeme dos cucharadas de azúcar prieta para endulzarlo.

 

Cinco minutos más tarde, en plantilla de medias por una reciente promesa a la Virgen de la Caridad, y cargando su paraguas floreado en una mano y un pote de azúcar en la otra, Joaquina hizo acto de presencia.

 

-¡Lo que se está  armando de agua ahí en vuelta de Fomento es tremendo! -dijo-. Por eso traje mi paraguas. Si eso cae, no va a escampar en mucho tiempo.

 

-¿Te acordaste de lo que te pedí?

 

-Sí, toma -dijo Joaquina colocando el pote de azúcar sobre el fogón-. ¡Yo no puedo creer que ya a ti se te haya acabado la cuota, Ramona! Estamos a principios de mes...

 

-Imagínate, hija -la interrumpió Ramona volteándose desde el fregadero-. Es papá. No puede estar sin comer dulces. Me paso la vida inventándole algo en la cocina.

 

-¡Ay, pero yo pensé que Perico era diabético!

 

-¡Qué va! Cuando de comida se trata papá  es como un cen­tral. Lo muele todo. Su único problema es esa espantosa arte­rioesclerosis. ¡Ay Joaquina! A veces hasta me hace llorar con sus cosas -dijo Ramona en un suspiro-. Hace dos días se le ocurrió decir que mamá  estaba en el cuarto conversando con él. ¡Mamá  que lleva más de diez años muerta!

 

-No le hagas caso, muchacha. Los viejos a esa edad vuelven a ser otra vez niños.

 

Ramona sirvió el humeante café en dos tazas, e invitó a Joaquina a tomarlo en el comedor.

 

-No está  muy bueno. En realidad es una sambumbia. Lo hice de unas borras viejas del último polvo que le compré a Mercedes la Gorda...

 

-¡Ay, hablando de Mercedes la Gorda... ¿Ya sabes lo de su hija?

 

-No, cuéntame -dijo Ramona poniéndose cómoda.

 

-Parió un hijo mulato.

 

-¡Pero qué vergüenza! ¡Si su marido es rubio como ella! ¿Qué habrá  hecho ese pobre hombre?

 

-Inmediatamente que vio al niño se marchó de la casa.

 

-¡Quién lo iba a decir! A esa muchacha le curé yo el asma cuando era niña -se trasladó al pasado Ramona y se vio cortando un mechón de cabellos rubios del cerquillo de la infante para enterrarlo en la hendidura que dejara el machete en el tronco rojizo del almácigo del patio-. Eso puede curarse, pero la pu­tería no la cura nadie.

 

Mientras conversaba, y fiel a su costumbre, Joaquina no pudo dejar de pasear su mirada de águila por cada rincón de la casa.

 

-Ramona, chica, ¡cómo tienes hormigas! -dijo de pronto interrumpiendo el parloteo de su vecina.

 

-Sí, hija. Están por toda la casa. No sé de dónde salie­ron. Desde anteayer cada vez que dejo algo destapado, enseguida las muy cabronas lo atacan.

 

-¿Y por qué no les sigues el rastro? Así descubres el hormiguero, le echas un poco de petróleo, y acabas con ellas.

 

-¿Tú crees?

 

-Pues claro -dijo Joaquina, y levantándose resueltamente como si fuera la dueña de la casa, comenzó a inspeccionar con detenimiento la interminable fila de insectos-. ¡Parece ser que van al cuarto de tu padre! ¡No sé cómo no te has dado cuenta!

 

Ambas mujeres avanzaron con aires detectivescos escaleras arriba. Al abrir la puerta, descubrieron junto a la ventana la figura famélica de Perico, con su inseparable sombrero de pajilla en la cabeza, y moviendo constantemente su boca desdentada.

 

-¿Qué quieren aquí? -preguntó el anciano en tono agresivo.

 

Sin contestarle, Ramona entró a la habitación. Con la mirada siempre fija en las hormigas, las vio escurrirse por los agujeros que el tiempo había puesto en el baúl de Perico.

 

-¡Papá! ¿Dónde están las llaves del baúl?    

 

-¿Para qué? Ese baúl es mío...

 

-Papá, por favor...

 

-No te doy nada. Ahí está  la comida de Angelina -dijo Perico, y poniéndose melancólico agregó: -¡Ay Ramonita! Ella hace mucho tiempo que no come...

 

-Papá, mamá murió hace ya muchos años...

 

-¡Mentira! ¡Tú nunca quisiste a tu madre! ¡Y ahora ni comida quieres darle! -dijo Perico llorando; pero de su bolsillo, donde guardaba también un rarísimo reloj, sacó la llave del baúl.

 

-¡Dámela, papá!

 

El anciano obedeció ahora.

 

Ramona y Joaquina abrieron el baúl. Asomaron sus cabezas y se miraron incrédulas. En el fondo, cubiertas por miles y miles de hormigas comilonas, se exhibía toda una colección de cremi­tas de leche, buñuelos, rosquillas y dulces en almíbar.

 

 


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