Habían pasado tres días desde que se acercó para sumergirse en aquellos papeles con esa falta de seguridad que nos asalta solo en momentos en que ese desasosiego tan enquistado en nuestro ser no nos abandona. En muchas ocasiones se preguntaba si realmente estaba ante una verdadera llamada, el eco perpetuo a veces de las sirena… otras era el mismísimo hades, suena raro ponerle nombre a lo desconocido, a un puñado de hojas repletas de notas musicales que en realidad contaban una biografía rota. El comienzo de la partitura traía esa luz que también fue la fuente de esperanza que le rodeo y acompaño en sus primeros y escasos años de infancia. Cada uno de sus movimientos, cada mirada puesta en el futuro, cada sombra cercana a la posibilidad de terminar esa carrera era algo premeditado, automático, un deseo irrefrenable de llegar a todos y sobre todo a su padre, recoger de esa escasa sonrisa que siempre portaba la señal de que ese era el camino a seguir, o en la mayoría de los casos simplemente perder, nada más que eso, fracasar. En aquella partitura, como en las historias que suceden a diario en la misma vida, existían puntos negros, callejones sin salida, pasajes áridos que ponían a prueba todo lo aprendido y la respuesta interior del ejecutante. Todo estaba ahí, quizás fue ese siempre el eterno problema, donde acababan los limites de esas hojas, amarillentas en su espera, y donde empezaba el mundo que se perfilaba pero nada más.
Se puede intentar derrotar a los molinos de viento, incluso poner todo en ello, bajar la cabeza para ver mas allá, llorar en un silencio vacio de estrellas, arañar la puerta que nunca se abrió. Se puede intentar completar el puzle que nunca pudimos resolver a falta de esa caricia, se puede olvidar parte de una vida entera a cambio de una mirada de cariño sin más. Se puede llegar tarde. Pero nunca se debe, hay que quererlo con el corazón.
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