La chocolatina que nunca pude comer

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La vagina de Claudia reptaba (casi diríase) entre el crepitar por entre los restos de las sencillas huellas de lo que fue una búsqueda- y resulta indiferente el que el motivo de aquella búsqueda no fuese más que una triste chocolatina-. Y se consolaba en el hecho de buscar algo cuando la inmensa mayoría de las vaginas ni siquiera se proponían la propia búsqueda. Pero el camino resultaba tan empedrado como intransitable -llanamente imposible-, y tal vez absurdo, cuando ni premio ni trofeo o recompensa alguna descansaban, creciendo como un tallo, al otro lado o tal vez extremo o más bien nada.

¿Y qué podría decirse del hecho de que una vagina caminase cuando las gafas no eran capaces de hacerlo más que con algún reflejo huérfano que se perdiese por entre las ventanas? El olor se veía cargado de almizcle y azufre, como si en los bordes de dicho camino esperase una posible bestia de siete cabezas o una sencilla respiración; con todo, la vagina de Claudia permanecía recta, como si pisara por una línea ya trazada. Pero la hazaña se tradujo- ¿y qué habría de hacer, si no?- y, como abrazada al placer, finalmente la chocolatina fue alcanzada, y al ser devorada, no quedó nada, quizás sólo un recuerdo, y ahí sigue la duda, porque quizás no.


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