El descenso

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El descenso sólo confirmó que aún restaba lo peor de aquella aventura improvisada que los dos amigos decidieron hacer realidad de una vez por todas. Los puntos de anclajes respondían a la perfección quitándoles así otra preocupación, las fuertes rachas de viento no estaban dispuestas a darles una tregua, con lo que sus cuerpos se balanceaban ligeramente suspendidos sobre el vacío. En su sala de estar, ella, tan menuda a pesar de parecer tener más edad, le rodeaba con sus brazos mientras lloraba en su hombro rogándole frenar sus pasos. Sentía que esta vez ese viaje que estaba a punto de emprender no lo traería de vuelta, a lo que él buscaba las palabras que mejor pudieran consolarla en esos momentos que ya conocía muy bien. Lo normal era que pasaran la tarde juntos intentando traer al presente todos los planes que aún les quedaban por hacer, una hija que protegía lo que más quería con palabras de serenidad y afecto. Su hija siempre fue su punto de unión con los pasos que dibujaban su existencia, ella le hacía sentir mejor persona, alguien con un peso en este mundo de perplejidades y sombras.

La ventisca era de una crueldad inusitada, apenas podía visualizar la posición de su compañero ni sabia su estado. Ernesto era mucho más joven que él, pero su determinación hacia olvidar cualquier duda sobre su valía, no era la primera vez que había disipado las dudas de sus compañeros de escalada debido a su pericia e iniciativa. Más de una vez había sacado a sus compañeros de una muerte segura. Para Ernesto su compañero le había enseñado lo poco o mucho que pudiera saber, lo había tratado como el hijo que no tuvo. Creía en él, en tantas ocasiones antes sus miedos siempre él colocaba su mano izquierda sobre su hombro para repetir esas palabras “tú no lo sabes pero puedes hacer lo que te propongas, creo en ti Ernesto”.

No pasaron diez minutos y sintió el crujido de la cuerda que sostenía el cuerpo de Ernesto, la situación era crítica y la tormenta no cedía. Le llegó un grito desconsolado desde más abajo, y luego sintió una serie de golpes repetidos y discontinuos que sólo podían indicar que su amigo caía al vacío sin remedio, sin ninguna clemencia, sin poder agarrar su mano aunque solo hubiesen sido unos instantes. Justo entonces, y no antes, sintió como se desgarraba en su interior una seguridad que ya no podía mantener, Ernesto ya no estaba, no estaba. En cambio su propia respiración le confirmaba su presencia, atropellada y desvalida en medio de una nube blanca de polvo que lo volvía todo turbio y blanquecino, ya no era fácil encontrarse bien.


Quizás nadie hallaría su posición nunca, aunque en esos momentos esa preocupación ya no cobraba fuerza. Conoció a Ernesto por casualidad, como tantas cosas que pasan en la vida, que un poco más tarde hacen que esa coincidencia tiña ese encuentro fortuito de un halo especial. Esa misma mañana mientras revisaban el equipo de descenso Ernesto se ofreció para emplear en esta ocasión las cuerdas más gastadas, sabiendo que su compañero se negaría en redondo objetó que su peso era menor y su agilidad suplía esa ligera desventaja. Todo funcionó como un reloj. Tras contemplar juntos las cumbres, que su situación privilegiada les permitía avistar, sin mediar palabra como era ya parte de ese proceso, comenzaban esa sucesión casi hipnótica de actos que iban encaminados a un fin. Al otro lado, todo esperaba, pero esta vez se cerraban poco a poco las puertas para ellos. Ernesto no encontró una salida en medio de ese vendaval y su compañero no quería soltar la mano que lo unía a todos aquellos que muy lejos de allí podían a la vez calentar su corazón en tan dura y difícil situación.


No transcurrió mucho tiempo. Ese polvo blanco y opaco se fue tragando toda la ladera.


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