La ladrona

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LA LADRONA

 

 

-Yo no estoy loca. Recuerdo bien que dejé ese dinero encima de la mesita de noche –repetía una y otra vez Fefita, con la cara enrojecida por las lágrimas, y dirigiendo las pupilas cargadas de sospechas hacia sus dos hermanas.

 

-A lo mejor te hiciste la idea, y realmente lo guardaste en otro sitio, mi hija –trataba de calmarla su madre, quien ya había echado abajo toda la ropa del escaparate, buscando inútilmente en el fondo de cada bolsillo.

 

-¡Tiene que haber sido alguna de ustedes! –no pudo aguantarse más Fefita, y lanzó la acusación contra las hermanas-. ¡No sería la primera vez!

 

-¡No seas tan come mierda! –dijo una-. ¡A mí no me hace falta tu dinero! ¡Puta!

 

-¡Yo no soy ninguna ladrona! –dijo la otra, y asumió un tono de ironía-. ¡Si quieres, me puedes revisar el bollo, no vaya a ser que me lo haya metido ahí! ¡A lo mejor confundí mi raja con la raja de una alcancía!

 

-¡Está bueno ya de groserías, carajo! –sonó autoritaria la voz de la madre-. ¡Un día ustedes van a matarme de vergüenza!

 

Pero ni siquiera ella pudo evitar que esa mañana las discusiones en la casa se volvieran cada vez más serias, y que sus tres hijas terminaran yéndose a las manos.

 

Era el dinero de tres noches de trabajo. Fefita aún sentía en el cuerpo la saliva viscosa de aquel italiano ya entrado en años, que durante más de dos horas estuvo mordiéndole las tetas. También le dolían las muñecas de ambas manos a consecuencia de las correas de cuero con que aquellos sádicos españoles la amarraron al respaldar de la cama. No era fácil aquel oficio. Se corrían muchos riesgos. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Necesitaba el dinero. Necesitaba salir adelante.

 

La tarde siguiente, cuando Fefita entró a su cuarto con el ánimo de prepararse para la noche, descubrió a la perra defecando una vez más encima de su cama. Era como si lo hiciera a propósito. Ni regaños ni golpes la habían hecho desistir de escoger ese sitio para liberar sus desechos. Tal vez su mente canina confundiera la felpa de la sobrecama con la hierba del jardín, pero Fefita estaba casi segura de que a sus espaldas, las hermanas entrenaban a la perra no sólo para estos fines, sino también para llevar hasta la sala tampones usados cada vez que ella recibía visitas.

 

-¡Cochina! –gritó colérica, y le lanzó una chancleta tratando de evitar que concluyera el acto.

 

En ese instante una terrible sospecha inundó sus sentidos. Se acercó cautelosa a la mierda fresca, y con el lápiz de cejas comenzó a removerla. No tuvo que hurgar mucho. Allí, medio destrozados por los ácidos estomacales de la ladrona, se podían apreciar aún los rostros difusos de próceres norteamericanos.

 

Un grito de rabia escapó de su garganta. La perra, como presintiendo que algo malo estaba por suceder en su contra, buscó refugio junto al viandero de la cocina. Fefita fue tras ella. Miró en derredor, y no encontrado un arma más apropiada para llevar a cabo su venganza, tomó el viejo soplete que no se usaba desde los tiempos en que su ya difunto padre hacía trabajos de herrería. Así, soplete en mano, corrió gritando tras la bestezuela, con la bárbara intención de prenderle candela.

 

 


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