El sorteo

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EL SORTEO

 

 

Rafaela la Cochina –como era conocida en el pueblo- ni siquiera se tomó el trabajo de asistir aquella noche al Círculo Social. Todo el mundo, exceptuándola a ella, ardía de ansiedad en espera del suceso. No se hablaba de otra cosa a lo largo de la calle real, en los portales de las cuatro esquinas, y junto al mostrador siempre repleto de moscas del bar de Jacinto.

 

Sin embargo, eran los niños los más entusiasmados. Y no era para menos. Cuando el reloj marcara las ocho, comenzarían a ser sacados del gigantesco bombo instalado en la tarima, los turnos oficiales para comprar la semana próxima los llamativos juguetes que desde hacía varios días se exhibían en las vidrieras de las tiendas.

 

También Juancito esperaba su juguete. Cada mañana, con los ojos cubiertos de legañas y el pelo enmarañado de suciedad, se detenía por más de media hora delante de los comercios. Pegaba la nariz al cristal, y se ponía a escrutar ensimismado el mundo mágico que reinaba del otro lado.

 

“Yo quiero una bicicleta” se decía a sí mismo, y por un instante, se imaginaba pedaleando en el parque, mientras los demás niños de su edad, que se negaban ahora a hacerlo partícipe de sus juegos, le rogaban una y otra vez que los dejara montarla. Luego volvía a la realidad, y la esperanza de tenerla se le escapaba en un largo suspiro. Ya era público que solamente fueron traídas seis desde Santa Clara, y cómo lógicamente todos deseaban adquirir una, sólo los primeros del sorteo tenían posibilidades.

 

-Mami, ¿tú no vas a ir al Círculo? –le preguntó con timidez a su madre, quien no paraba de tragar aguardiente en compañía del señor barbudo que últimamente la visitaba con mucha frecuencia.

 

-¡Círculo te voy a dar yo a ti, sinvergüenza! –soltó Rafaela, molesta por la interrupción, y dejando ver con los gritos su mal cuidada dentadura-. ¿Dónde has estado todo el día? ¡Piérdete de aquí ahora, porque si te voy arriba no sé lo que haga contigo!

 

Juancito, hambriento y con el corazón afligido abandonó rápidamente la casa, y se encaminó al Círculo Social. Todo el pueblo caminaba en aquella dirección. Las mujeres se habían colocado sus mejores atavíos, y hasta se hicieron moños perfumados y llevaban tacones para presumir de elegantes. Junto a ellas, los hombres en guayaberas iban ocupando las sillas de madera colocadas delante de la tarima, y los muchachos llenaban de gritos la amplitud del local.

 

Cuando los infantes descubrieron a Juancito medio escondido junto a la vitrola en desuso, comenzaron a molestarlo invocando el nombre de su madre:

 

“Rafaela la cochina

ni se baña ni cocina,

siempre se le ve borracha

y cuando come la harina

la come con cucaracha…”

 

Por suerte empezó el sorteo, y la muchachada corrió a ocupar puestos al lado de sus padres.

 

El encargado de dar los turnos, movió una y otra vez la manivela del bombo, y con mucho misterio comenzó a sacar las tarjetas.

 

-El número uno es para el jefe de núcleo Miguel Alberto Rodríguez Marín, que compra en la tienda de la china –dijo, y para que todos vieran que no había trampas, mostró al público el nombre del elegido-. ¡Felicidades!

 

Un aplauso cerrado y gritos de euforia acompañaron el gesto del afortunado, quien se levantó orgulloso de su asiento.

 

-El número dos –continuó el encargado del bombo-, también de la tienda de la china, es para la jefa de núcleo Rafaela Linares Vázquez.

 

Al oír aquel nombre, Juancito salió disparado como una flecha de su rincón.

 

-¡Esa es mi mamá! ¡Esa es mi mamá! –gritó emocionado, al tiempo que abandonaba el local a toda carrera para llevar a casa la gran noticia.

 

Rafaela quedó muy complacida con su buena suerte, y hasta le preparó un pedazo de pan con aceite y un vaso de agua con azúcar para que comiera algo antes de irse a la cama.

 

Esa noche los sueños de Juancito fueron los más dulces de toda su vida. La posibilidad de tener una bicicleta estaba ya muy cerca.

 

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando la señora Viviana tocó nerviosa a la puerta, su felicidad desapareció por completo. Viviana había venido a negociar con su madre la bicicleta para su hijo Raulito. Y Rafaela no lo pensó dos veces. Con el dinero que recibiría por el intercambio, tendría al menos por una semana lo suficiente para seguir comprando alcohol.


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