El Escritor estaba histérico. Así no había manera! Desde hacía un tiempo venía pasándole aquello y ya no sabía qué hacer. No alcanzaba a saber el por qué pero en los últimos eones, cada vez que escribía, los personajes que creaba se alzaban de las páginas del cuadermo y allí mismo, desarrollaban su papel ante sus ojos.
Los niños corrían por encima de las hojas, los caballos pateaban y removían las letras, los guerreros inundaban de sangre las páginas. Con las escenas de amor... bueno. Los amantes retozaban sobre las hojas sin recato alguno ante su presencia y, la verdad, esto le creaba una cierta "desazón". Y las brujas! Con las brujas era aún peor. Estas, además de por las páginas, revoloteaban por el ambiente con sus escobas y se olvidaba de ellas. Pero cuando reaparecían, como al crearlas siempre le salían feas, le daban unos sustos de muerte.
En fin. Así no había manera de escribir y como he dicho antes, el Escritor no sabía qué hacer.
En su desesperación, hasta había intentado quemar el cuaderno . Pero no... el fuego se enfriaba, las llamas se volvían azules, como de azufre y se apagaban. El cuaderno no ardía pero el aire quedaba impregnado de un olor nauseabundo.
Aquel día despertó en una nube. Bueno, siempre estaba en las nubes pero aquella nube era... más nube. Y desde aquella nube, ese día, el Escritor sintió la necesidad de escribir sobre el amor. Sobre su amada.
Le daba un poco de miedo ya que no conseguía controlar el cuaderno. Sin embargo, la fuerza del amor fue mayor y fiando en su razón, comenzó a escribir.
-Tu mi amada, la fé que me mantiene, la razón de mi ser, mi fuente, mi risa, mi pasión. La esperanza que guía mi vida, el descanso de mi alma. Luz que ilumina mis tinieblas...
En ese momento, finos hilos de negra niebla comenzaron a levantarse de las últimas letras fluyendo a cada segundo con mayor fuerza, cada vez más negros.
Quedó horrorizado porque, mientras la tenebrosa niebla invadía todo el lugar, comprendió que allí mismo y en aquel mismo instante, había perdido a su amada para siempre. Que ya por siempre permanecería absolutamente solo.
Desesperado y ofuscado, arrojó el cuaderno lejos de sí y encerrando la cara entre sus manos, prorrumpió en amargo llanto.
Y el cuaderno cayó. Lentamente. Como flotando. Y siguió cayendo durante un tiempo indefinido hasta que un cuerpo celeste, un planeta llamado Tierra, lo frenó en su caida.
Allí, posado sobre la Tierra, esperó y recibió las lágrimas que el Escritor derramaba y que, al igual que él mismo, iban cayendo sobre el planeta.
Fueron esas lágrimas las que inundaron la Tierra, deshicieron las hojas del cuaderno, la tinta dde sus letras y desparramaron por todos lados los escritos, los sueños y las fantasías del Escritor, sus alegrías y sus penas que pasaron a ser parte e historia de aquel lugar junto con sus lágrimas que, aveces amargas y airadas provocaron grandes tormentas y desesperanzas pero que otras veces, cayendo suevemente, son fuente de vida y próspera felicidad.
©Dorvas
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