Cuando se pierde, qué distinto es el camino.

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En la inocencia aprendí a apreciar que la piel podía tener otra pigmentación.

Los Magos, una noche de Reyes a los pies de la cama, un muñeco negro, me dejaron.

Llegó dormido, en una caja de cartón y, con él, traía el nombre puesto. Era de carey. Tenía en la cabeza el pelo rizado pero, en los dedos, no  podían enredarse.

Abría y cerraba, según la postura, los ojos más bonitos jamás imaginados.

Por nariz, dos puntitos y, unos voluptuosos labios se entreabrían para dejar ver la blancura de sus dos dientes.

Un ropón de cuadros rojos y verdes cubría la espalda, el pecho y las vergüenzas de aquel hermoso cuerpo.

Al aire quedaban los brazos, las manitas y los cinco dedos de cada pie.

Con él estrené la experiencia de, sin parir, ser madre.

Después crecí y la mujer no tuvo, en su realidad, ni oportunidad ni contacto alguno con semejante piel.

 


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