Apareció y me sonrío. Mi cuerpo tembló. Jamás había tenido esa sensación de escalofrío recorriendo mi cuerpo de arriba a abajo. Su sonrisa preciosa provocó la mía al instante. Mis ojos se olvidaron del mundo, solo existía ella. Ella no dejaba de mirarme. Ambos nos mirábamos, solo estábamos nosotros. El mundo de alrededor daba igual.
Se me acercó despacio. Su forma de caminar terminó de conquistarme. Había química, mucha química y de la buena. Cuando estábamos a apenas unos centímetros, me susurró en el oído un "me encantas, te quiero". La besé, me besó. Nos besamos hasta quedarnos sin aliento. La química había aumentado tanto que se produjo una reacción, nos quedamos sin oxígeno. El beso se hizo eterno, segundos, minutos... En su boca llevaba un chicle de fresa, el sabor de su lengua jugando con la mía la delataba. Las curvas prohibidas de sus labios eran perfectas. Jamás nadie me había besado así. El sentimiento era muy fuerte. La química era 100%. Estábamos hechos el uno para el otro.
Terminado el beso, nos dimos un abrazo. Un largo y cálido abrazo. Su lengua comenzó a descender por mi cuello. El escalofrío y la sensación de placer eran inevitables. Jugaba con su lengua como si llevara haciéndolo toda la vida. Para mi sorpresa, me susurró al oído con una voz dulce y tierna un "te quiero" acompañado de un "Eres el primer hombre de mi vida y serás el último para toda mi vida". Sus palabras me llegaron al corazón, el sentimiento era muy profundo. Nos amábamos. La química estaba en efervescencia, nadie podía parar el amor que fluía por nuestras venas y penetraba en nuestro corazón. Nuestra piel de gallina nos delataba, estábamos realmente enamorados.
La química se mantuvo toda la vida. Casualidades de esta hicieron que ambos murieramos el mismo día. Hoy cuento esto desde el paraíso, aquel que conocí en sus brazos.
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