Qué desagradable, por lo menos desagradable, comerte el fiambre de tu amigo porque lo ordena el señor buitre. ¡Yo no tengo hambre! Quiero ayunar. ¿Usted me entiende? Déjeme en ayuno, por favor, se lo suplico. Pero el buitre es un terrorista y no entiende de lagrimitas que recorren el rostro.
¡Come!
Comer sin ganas es la cosa más aparatosa de este mundo.
Es como el manitas que ve pasar ante sus ojos todo tipo de materiales y un enano desde lo alto de una escalera las coge todas al vuelo y riéndose a carcajadas no le presta al buen hacedor ni un tornillo de estrella.
¡Come!
Me comí a Sebastián. Hasta los huesos. Tardé millones de años. Y mientras más comía, más flaco me veía. Por el contrario, el buitre, sin moverse, sin probar bocado, se agigantó hasta convertirse en un ser horrendo, aunque se pavoneaba por mi barriga, amenazándome con meter su pico en mi boca, cual taladro.
¡Tragón!
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