El viejo Lysander se acordó. “Pero si hoy es mi cumpleaños”. Dejó de escavar. “¿Cuántos cumplo? Por lo menos cuatro mil quinientos millones de años. Más o menos.” Río y se rascó la cabeza. “Y todavía buscando oro”. Volvió a reír, pero esta vez con más ganas. Llevaba en el monte Ararat más de quinientos años y no había encontrado nada de valor. Mucha madera, pero nada de oro. Allí estaba porque un armenio, no un turco, le aseguró que él había visto una piedra de oro del tamaño de Caronte. “¿Seguro?” ¿Hermano; una solo Dios se entiende, pero que un hombre tenga una sola mujer, es de locos, poco generoso, malo para la salud. Pues así como te digo esto, también te digo que Ogosdinos mintió solo una vez, para salvar su vida ante un hombre de piel negra, más alto que el rey Argantonio, que vivió ciento veinte años y nunca dijo una mentira”. Lysander le creyó y marchó hacia el monte Ararat. “Seguro que nadie hay más viejo que yo por estos contornos. Seguro”. Y después de pensarlo un rato, preguntó gritando: “¿Quién entre los presentes es más viejo que Lysander? ¿Hombre o animal hay más viejo que yo?”. Riéndose reanudó el trabajo. Entonces oyó una voz, lejos, eso pensó, porque apenas escuchaba lo que decía. Sin dejar de trabajar le ordenó que hablara más alto; “¿o es que eres una mujer?” Y entonces sí escuchó que la voz, ya más cerca, como a medio metro, o algo así, le aseveró que él era más viejo que Lysartes, más viejo que el monte Ararat, más viejo que Friedrich von Parrot, “y, por cierto, vivo en el monte Sis.” Lysander escupió y bebió agua. El otro hombre bebió vino. Lysander se llevó un pedazo de pan a la boca y masticó con fuerza. El que decía ser más viejo se comió un racimo entero de uvas. Lysander enseñó oro, no mucho, pero el suficiente para derretir los polos. El extraño le mostró su dedo corazón. A decir verdad, los dos hombres no cruzaron palabra, y el que fanfarroneaba sentenciando que tenía más años que Lysander, murió allí mismo porque algo le pasó por dentro que cayó haciendo el ruido que provoca un alud. Lysander, tras un minuto y pico pensando, haciendo cuentas y dando algún que otro golpecito con su pie derecho al muerto, echó la carcajada más vivificadora de toda su vida y sin más volvió a los quehaceres. “Más viejo que yo,¡ja! Pero si tenía todos los dientes, y las manos eran manos de hombre de paja; ¡ja y ja! Y yo no pienso enterrarte, porque esta tarde recojo mis cosas y marcho a Ereván, porque yo también necesito un descanso”.
Nota del autor: Lysander en realidad se había escapado de su casa en la ciudad griega de Kavala. Toda su vida la había dedicado a la pesca. Ni siquiera buscaba oro, plata, bronce; ni siquiera vestigios de los diez mil mártires romanos convertidos al cristianismo. Lysander tan solo se hacía el loco y el viejo para que su mujer no lo encontrara, ni sus hijos, ni sus nietos, ni sus hermanos, ni su madre, que todavía vivía. Lysander, esta es la verdad, estaba por nacer, y le daba miedo el futuro. Mucho miedo.
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