Joaquín le da las buenas noches a su cartón de Don Simón con un buen trago. Luego, eructa a gusto y tranquilo, porque Vasyl, el ucraniano, no pasará la noche con él en aquella esquina.
Vasyl, según contaba él mismo, había sido oficinista o algo parecido en su país. Pero aquí y ahora, para Joaquín, no era más que un boquitierno con dedos de pianista al que le molestaban sus eructos y hasta sus ventosidades.
El recuerdo de aquel personaje y el de sus escrúpulos siempre le hacían reír. Y a Joaquín que algún transeúnte le viese reír, eructar o incluso orinar, llegado el caso, no solo no le molestaba, sino que era un modo, en ocasiones, de marcar su territorio y de evitar posibles agresiones por parte de algún cabeza rapada o de algún niñato sin escrúpulos. Sin embargo, en el momento en el que se disponía a taparse con un periódico que había cogido instantes antes de un contenedor, una de sus imágenes, tan pixelada que era casi irreconocible, le llamó la atención y le hizo olvidar por unos instantes a su compañero de miserias y sus remilgos. Dejó de reír, y con los dientes apretados, maldijo a Dios y a los hombres. Luego, cerró los ojos, y procurando olvidar aquel recuerdo, trató de dormir.
A la tarde del día siguiente se sentía cansado. Durante la mañana no había hecho otra cosa que exhibirse a cambio de una limosna como una víctima más de los especuladores y de los caza subvenciones, que solo querían contratar a jóvenes por unas semanas y por unas decenas de euros. Él, en cambio, a sus cincuenta años, y sin ninguna formación académica, no era una pieza apetecible para aquellos sinvergüenzas.
A las cinco, la calle se llenó de gente. Nadie se fijó en Joaquín. Y él, como si la noche hubiese adelantado su llegada, se tapó con su periódico dándole la espalda a esa gente que, en realidad, había acudido allí para ver la procesión. Cuando el trono de la Virgen, de estilo sevillano, llegó a su altura vio de reojo una camiseta negra que llevaba escrita con letras rojas la palabra KAOS. Se trataba de un joven que, agachado ante él, disparaba la cámara de su móvil. La chica que lo acompañaba, una rubia con la cabeza medio rapada y un aro de plástico en la nariz, le tocó en el hombro para llamar su atención.
-¡Eh! ¡Oiga!.
Joaquín volvió la cabeza hacia ella y con un “¿sí?”, dicho con desgana, se dispuso a oírla.
-Mire: que hemos tomado una foto en la que sale usted y al fondo esa procesión para denunciar la hipocresía de esos meapilas que prefieren gastarse el dinero en vírgenes y en flores mientras la gente como usted vive en la miseria. A usted no le importa que la colguemos en Internet, ¿verdad? Así la vería todo el mundo y todos se concienciarían del daño que está haciendo la religión al permitir casos como el suyo.
Joaquín no contestó. Pero aquellas palabras, religión y daño, le recordaron algo.
-Religión y daño, dices ¿no? –le preguntó a la chica. Esta asintió con la cabeza y miró a su colega, el fotógrafo.
Joaquín se levantó sin perderle la mirada a la pareja, doblo su periódico, el mismo de la noche anterior, y se lo ofreció a la muchacha mientras señalaba con su mugriento índice la fotografía pixelada que tanto le había llamado la atención. Bajo ella, se podía leer: niña cristiana de tres años decapitada en Siria por los islamistas. La chica le devolvió el periódico sin mirarlo a la cara mientras le decía a su compañero: Venga, vámonos. Vamos a hacer otras fotos.
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