Heridas.

Cuando entré allí, entendí el por qué de aquellas heridas que salpicaban su cuerpo.

El suelo de aquel lugar estaba cubierto por caídos y punzantes trozos de su pasado. Sobre las estanterías se acumulaba el polvo de aquellos recuerdos que había intentado luchar y que, finalmente, no pudo vencer. Cientos de cartas, a modo de sábana, la enterraban cada noche, como queriendo rescatar a base de calidez aquellas palabras, tan valiosas entonces, tan incoherentes ahora.

Sin embargo, había algo que no encajaba.

Gritaba, rabiosa e impotente, deseando ser el centro de atención; ser lo único realmente importante de aquel caos.

Observé minuciosamente. Escuché atentamente. Nada. Todas las cosas que me rodeaban eran, sencillamente, eso: cosas.

Lo que me reclamaba estaba muy lejos de ser "una cosa". De hecho, no hay nada menos "cosa" que yo haya conocido hasta ahora.

Su mirada.

Ahí estaba, sentada sobre aquel caos, clavando su mirada en la mía, con aquellos ojos de mito, llenos de una terriblemente anhelada ilusión.

Ilusión que me inundó hasta el tuétano.

Aquel caos me pareció, de repente, maravilloso.