Cristóbal Colón se pierde en el desierto de Namibia y las consecuencias de su torpeza

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Un día, hace de esto un segundo, Cristóbal Colón se perdió en el desierto de Namibia y juró que nunca más, de ser encontrado y llevado con vida de regreso a España, volvería a pisar el maldito desierto. Luego se percató de que tal afirmación la había pronunciado un inglés de pacotilla que respondía al nombre de Lawrence de Arabia. "Jodido inglés". Colón, por aquella fecha, ni se había preocupado de los océanos, ni de los vikingos, ni de los chinos y menos aún de si por fin un cura que le mimaba superaría las dolencias cardíacas que le estaban llevando a la tumba, según el decir de los medicuchos de la corte. Pero Colón, eso sí que era bien cierto, se había perdido en el desierto de Namibia, y por mucho que caminaba y caminaba, no encontraba ser humano al que poder preguntar por dónde regresar a España. Lo único que veía con más regularidad de la deseada, eran hienas moteadas, un Oryx, y caballos extraños a punto de morir de sed, muy feos y vacilantes. Tanto caminó el desgraciado que llegó al río Kunene. En las cataratas Epupa fue tentado por el Demonio, que se hizo pasar por un vendedor ambulante gracioso y andaluz. Colón respiró aliviado, y al decir "tengo mucha sed", se bebió toda el agua de las cataras. Pidió luego algo de comer. El Demonio le ofreció lo más típico y sabroso de la gastronomía andaluza: jamón de Huelva, atún de Almadraba, arroz de Sevilla, salmorejo cordobés, espetos de sardinas, queso de grazalema, aceitunas, y para bajar todas aquellas delicias, vino blanco de la tierra de Cádiz. El Demonio le dijo sin levantar la voz que lo que había comido y bebido tenía un precio, que era lo justo, a lo que Colón respondió afirmativamente. "Ahora pedirás que condene mi alma, y es lógico que así sea, porque tú eres el demonio y yo un pecador hambriento, sediento y perdido en el culo del mundo, y de no ser por ti, jamás habría saciado tanta hambre, calmado tantísima y sed y, según tu promesa, ni por asomo habría podido regresar a mi querida España". El Demonio se echo a reír, diciéndole que para nada quería su alma, que lo que quería de él era algo mucho más simple. "Verás, lo que quiero que hagas al regresar a la corte de los Reyes Católicos, es que les convenzas de que con tres calaberas y un puñado de hombres, tú sabrás acortar el tiempo por mar para llegar a las Indias. Ni que decir tiene que no llegarás a esas malditas tierras, sino que descubrirás un nuevo continente con mucho oro, mucha plata y mucho de todo para gloria de Isabel y Fernando y gloria tuya, pero para mí hay un montón, así de grande (y extendió los brazos abarcando toda África) de hombres, mujeres y niños que, al ser conquistados, humillados y esclavizados, caerán también en mis garras, y yo quedaré servido y zanjaremos la deuda que has contraído con este humilde servidor tuyo". El Demonio se salió con la suya, tal y como recogen los libros de historia. Colón, ya medio viejo y apunto de estirar la pata, le decía a su hijo que en aquel desierto había sufrido mucho, y su hijo le aseguraba que él regresaría a ese sito y se enfrentaría al Demonio. Con una levísima sonrisita en la boca murió Colón más pobre que una mosca en Groenlandia. Su hijo Hernando cumplió su palabra y viajó no se sabe cómo hasta el desierto de Namibia. Poco a poco le fue ocurriendo lo mismo que a su padre, hasta que se le apareció el Demonio y le preguntó si todavía quería matarlo. Hernando respondió que no, y después de llegar a un acuerdo con Satanás (acuerdo por cieto del que tiene escritura el genovés Golfredo Mameli), el bastardo del marinero se hizo cosmógrafo, escritor, jurista, paje real, aventurero, biblófilo, biógrafo, embajador y viajero incansable.

 

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