La Voz

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—No sé… N-no me convence.

«¿Cómo que no te convence? Es lo más sensato que puedes hacer. Desde que Aurora murió, no hace más que darte palizas y darte órdenes. Eres su maldita sirvienta, y su saco de boxeo. Si él te dice salta, tú saltas. Si él te dijera que te tiraras por un puente, lo harías, porque de lo contrario, sabes lo que te toca. No te trata como a una persona, te trata como a una marioneta, ¿y todavía dudas? Hay que cortar los hilos con los que te maneja, y solo hay una manera.»

El niño guardó silencio. Le dolía la cabeza. Desde que La Voz llegó, siempre le dolía la cabeza.

Pensó en Aurora, la mujer que le adoptó cuando apenas tenía un año. Si Aurora estuviera aquí, todo iría bien; nada de eso estaría ocurriendo. Gerardo la quería, se podía decir que incluso la idolatraba. Había sido un buen hombre hasta su muerte, ¡si hasta había comenzado a enseñarle a tallar la madera! Pero algo murió dentro de Gerardo cuando Aurora lo hizo, y desde entonces, un ser totalmente distinto había ocupado el lugar del agradable hombre al que en una época llamó papá.

Ya no hubo más clases de tallado. Solo salía de casa para hacer la compra e ir al colegio. Tenía que estar siempre allí, junto a él, excepto cuando estaba en el taller. Vivía por y para aquel hombre que una vez fue su padre. Adoptivo, sí, pero el único padre que tenía.

Y entonces conoció a La Voz.

«¿Qué pasa? ¿Te has quedado mudo? —dijo—. A ver, ¿por qué no te convence?»

—Es que yo le quise… Además, no creo que yo sea capaz de…

«Levántate.»

—¿Qué? ¿Para qué?

«Levántate y mírate en el espejo.»

Bajó lentamente de la cama e hizo lo que La Voz le dijo.

Sus claros ojos color madera de pino debían de haberse encontrado con el dulce rostro de un niño de diez años, pero en su lugar se hallaron con los de un prematuro anciano, y eso no era lo único.

«¿Ves esa mancha morada que empieza a ponerse negra alrededor del ojo izquierdo? Por suerte esta vez no se te ha hinchado el párpado. ¡Y todo porque se te olvidó llevarte las llaves!»

La Voz tenía razón. No podía aplazarlo más. ¿Qué sería capaz de hacerle si rompía un vaso? ¿O si se le olvidaba fregar los platos o comprar alguna cosa?

—Vale —susurró.

«¿Qué has dicho?»

—Vale. Lo haré —dijo más alto con la mirada fija en el moratón.

«¡Eso es! Venga, baja a su lugar sagrado y hazlo.»

El chico salió de su habitación respirando muy rápido y con el corazón martilleándole en las sienes. Cada latido era como si le golpearan con un mazo en su dolorida cabeza.

Bajó las escaleras que conducían al taller. Los puños bien apretados, dibujando rojas medialunas en la palma.

Oía el áspero raspar de la lija sobre la madera. Olía el dulce aroma a pino.

Salvó el último escalón, y ahí estaba el hombre que ya no era su padre. Sentado en un taburete hecho por él mismo, dando forma a un pedazo de madera.

La mano del chico se desvió hacia algo de manera inconsciente. Algo que pesaba. Y justo cuando el hombre giraba la cabeza, el brazo se movió, y ese algo se estrelló contra ella.

«Ya está. Ya eres libre. Ya has cortado los hilos», le decía triunfal La Voz.

Pero él, mientras abría la mano y dejaba caer el martillo al suelo, no estaba tan seguro de ello.


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