Volvía corriendo por la arena blanda de la playa. Había salido a correr, como solía hacer, al atardecer. Le encantaba el momento que se ponía el sol dejando todo el cielo naranja y rojo. Como las nubes parecían convertirse en suaves llamas que flotaban por encima del mar. Era un día fantástico y se sentía pletórico. Decidió quitarse las zapatillas para notar la fría arena en los pies, y aceleró el ritmo. A sus 58 años no podía encontrarse mejor. Al pensar en esto, su corazón empezó a acelerarse, él sonrío, y aceleró un poco más, asustando a un grupo de gaviotas que echó a volar. Miró otra vez al mar. El cielo se estaba oscureciendo y las nubes dejaban ver la luna que emergía a través de ellas reflejándose en el mar. Era una vista preciosa, en un momento precioso. El día perfecto. Una de las gaviotas se desmarcó de la bandada y voló sobre él, como si le siguiera. Volvió a sonreír. Estaba sudando a mares, su corazón parecía desbocado y le costaba respirar. Quizá estaba mayor para ese ritmo, pero no podía sentirse mejor, por lo que no se detuvo. La gaviota seguía volando sobre él. Inspiraba, de manera trabajosa, el aire fresco y salado que venía directamente del mar, y lo expulsaba jadeante. Con una mueca entre el dolor y la felicidad. Una y otra vez. Cada vez se notaba más cansado, se asfixiaba, pero no podía dejar de correr. Cuando se notaba desfallecer, miraba hacia el cielo para ver a la gaviota, que seguía con él. Recordó, en aquel momento, cuando era un niño e iba la playa. Como él y su hermano mayor corrían hacia las gaviotas que descansaban en la arena y echaban a volar. Era como una explosión de dibujos animados. Un castillo de fuegos artificiales vivo. Recordó también ver hacer lo mismo a su hija, mucho tiempo después. Recordó como ella rió al ver volar a los pájaros. Recordó el momento en que ella nació, y como lloró su mujer al ver a ese pequeño milagro que habían realizado entre los dos. Una gota de sudor se unió a una lágrima en su mejilla mientras volvía a mirar hacia arriba para comprobar si allí seguía la gaviota. Y allí estaba. Recordó el día que conoció a Abril. Sentada con sus amigas en el césped de la facultad, hablando y riendo. Tomando el sol. Recordó el día de su boda. Recordó el baile nupcial mientras sus amigos y familiares brindaban y reían por y con ellos. Como Abril le miró a los ojos y le besó, pasándole una mano por la mejilla. Recordó sus ojos en el preciso momento que tuvo que parar de correr debido al dolor en el pecho. Quiso respirar profundamente para tratar de recuperarse, pero le fue imposible. Apenas podía aspirar el aire. Empezó a sentir calambres en el brazo izquierdo. Levantó la cabeza para ver si había alguien cerca para ayudarle, pero la playa estaba desierta. Intentó gritar para pedir ayuda, pero sólo consiguió que le saliera una especie de grito sordo, ahogado. Cayó sobre sus rodillas, con la mano derecha agarrándose fuertemente el pecho, y miró hacia arriba. La gaviota había vuelto con su bandada. Recordó los ojos de Abril, la risa de su hija, el volar de los pájaros .… y se desplomó.
Unos minutos más tarde, los técnicos de emergencias sanitarias certificaron la muerte de un hombre de unos 55 o 60 años. Levantaron el cadáver de la arena y vieron escrita, debajo de él, la palabra: feliz.
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