Lu tiene sed. Daría su vida, la misma que va a perder dentro de unos minutos, por un vaso de agua. Tiene los labios partidos y ha perdido varios dientes, pero la sangre tiene un sabor tan salado que abrasa su garganta y piensa que con solo un sorbo de agua tendría, al menos, unos segundos de paz antes del fin.
Pese a que se encuentra tan débil que apenas puede ver, distingue a su jefe entre la muchedumbre. Su cadena y su sello de oro son tan inconfundibles que a pesar de los treinta metros que los separan sabe que es él. Está sentado junto a un niño de unos tres años al que acaricia de vez en cuando y le ofrece algo así como dulces de un gran vaso de cartón. En realidad, es él el que debería ocupar su lugar, piensa Lu. Pero cada vez que intentaba nombrarlo siquiera durante el interrogatorio, las porras y los puños de los agentes se precipitaban contra su boca. “¿Por qué lo hiciste?”, le gritaban los policías. Y Lu, cuando el llanto y la rabia se lo permitían, volvía a nombrarlo. Y de nuevo arreciaban los golpes.
Al niño que se encuentra junto a su jefe solo lo había visto una vez. Apenas fueron unos segundos: los que tardó su madre en arrojarlo a los brazos de las dependientas del supermercado antes de caer por el hueco de la escalera. Fueron ocho segundos. Ocho segundos que se perpetuaron en las más de mil veces que vio aquella escena en televisión. Y, sin embargo, hubiesen bastado apenas tres para haber atornillado aquella placa y, así, haber evitado la muerte de aquella mujer.
La sed ha hecho que su agonía sea aún más lenta. Ahora, más que un trago de agua, lo que desearía oír es el discurso del funcionario que precede a las ejecuciones. Sin embargo, lo que se escucha son los murmullos y las risas de la muchedumbre que llena el estadio. Hace años que no reza, pero ahora no sería su vida sino su alma la que entregaría a cambio de oír ese monótono discurso sobre la justicia, el trabajo, la prosperidad y el espíritu de unión de la patria. Cuando al fin lo oye dirige una mirada de rabia a su jefe como si fuera un postrer deseo. Luego, comienzan las detonaciones. Se oye una y, tras un silencio, la siguiente que es más potente que la anterior. Cuando el sonido de la última que ha oído es tan atronador que piensa que era el tiro que ha acabado con él, ve como el pelotón de ejecución, que se ha ido desplazando preso por preso, hace una pausa junto a él. Un joven oficial se aproxima al jefe del grupo y le dice algo al oído. Uno de los soldados, dando un fuerte taconazo, asiente con la cabeza y se coloca detrás de Lu. Lo último que siente Lu es el frío acero de una bayoneta que atraviesa su espalda en dirección hacia su corazón para así poder aprovechar el resto de sus órganos.
El jefe de Lu abandona el estadio. Se da prisa en volver a casa, ya que mañana es día laborable y sus empleados tendrán que reparar más escaleras mecánicas. Cuantas más reparen en el menor tiempo posible, mayores serán sus ingresos.
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