EL PORKY
Todo el mundo sabe que Porky es el nombre de ese cerdito gago y alocado de los animados norteamericanos. Pero lo que pocos conocen es que también es el apodo con que muchos vecinos de la calzada del Diez de Octubre han bautizado a quien posiblemente sea el único niño mendigo de toda La Habana.
Por vestimenta trae siempre un pantalón corto muy agujereado, y el churre de la ciudad parece haberse repartido por su espalda, su rostro y los dedos de sus pies, anchísimos y deformados por no haber visto zapatos en mucho tiempo.
Varias instituciones estatales han tomado cartas en el asunto. Lo han internado, lo han llevado a escuelas especiales, pero a los pocos días se escapa, y vuelve a su hábitat, la calle.
Unos dicen que está completamente solo en este mundo. Otros afirman que su progenitora es una vieja loca y alcohólica, que mantiene su vicio con el poco dinero que él consigue llevar a casa. Pero lo cierto es que nadie sabe con seguridad cuál es su origen, ni cómo llegó a una situación tan lamentable.
Lo he visto acurrucado como un animalito tras las cercas de las cafeterías, esperando junto a media docena de perros podridos por la sarna, a que algún comensal lo gratifique con un hueso de pollo, o con un pedazo de carne masticada.
Lo he visto subirse sin pagar a un camello, donde inmediatamente, y a pesar de lo apiñados que viajan, los pasajeros logran abrir un círculo a su alrededor, huyendo de la pestilencia.
Lo he visto lanzarse a las carteras de las señoras, fumar cabos de cigarros que recoge en el suelo, y ponerle traspiés y halarle el moño a las niñas de su misma edad, cuando acompañadas por sus madres, caminan por las aceras.
Lo he visto defenderse de las burlas de que es objeto, haciendo lo mismo que algunos monos del zoológico, que han desarrollado la increíble habilidad de sacarse el bolo fecal de los intestinos para arrojarlo con fuerza contra la multitud, que se dispersa escandalizada y asqueada ante tanta barbarie.
Pero también he visto cómo la anciana Panchita, que tiene un negocio particular de vender golosinas en el portal de su casa, por compasión le sirve cada tarde en un pozuelito oxidado dos bolas de helado, que él devora en un santiamén, sin importarle el ataque de tos que le provoca tanto frío pasando por su garganta.
Ayer domingo estaba yo jugando dominó en el parquecito de la vecindad, cuando lo vi aparecer entre los árboles. Brincó cauteloso la cerca que marca los límites de la casona de los Pérez. En el jardín, lleno de enormes rosas de injerto, la familia celebraba con cervezas, mientras desde la grabadora la voz profunda de María Dolores Pradera inundaba todo el barrio con cantes folclóricos. Cuando se dieron cuenta de que el ladronzuelo, dañándose las manos con las espinas, arrancaba los dos “príncipes negros” que con tanto esfuerzo había hecho crecer el jardinero, le cayeron detrás con escobas, tijeras, piochas, y cuanto instrumento agrícola encontraron junto a los rosales.
Pero ya el niño había ganado la calle. Celebrando con una risa de dientes deshechos el éxito de su travesura, se llegó hasta el portal de Panchita para recibir su helado. Sólo que esta vez también él tenía algo que ofrecer. Tímidamente extendió hacia la anciana las dos flores. El punzó de los pétalos estaba manchado por la suciedad y la sangre que brotaban de sus manos.
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