UN DIA CUALQUIERA
Solo se escuchaba el goteo incesante de la lluvia, no había nada que hacer, el patio estaba inundado y habría que esperar a que la tierra, devore de a poco todo el agua; a veces tardaba unas horas, esta vez sería más larga la espera porque había llovido toda la noche a buen ritmo.
Era temprano, en la casa todos dormían, don Diomedes, se sentó frente a su escritorio, tomo una pluma, abrió el segundo cajón y saco una hoja en blanco, garabateo en la orilla del papel un par de veces y haciendo un carraspeo tomo la decisión de escribir de una buena vez esa carta que hacía mucho tiempo estaba postergándola, disculpándose a si mismo por no tener tiempo, otras por tener que hacer otras tareas que demandaban su atención imperiosamente y unas tantas, simplemente porque estaba cansado.
Querida hermana, encabezo la carta y fue dibujando cada una de las palabras que iban haciendo el clima propicio para poder decirle lo que en realidad debía decirle, hasta que llego el momento en que la carta se había hecho tan extensa con saludos para fulano, zutano y mengano, con preguntas y noticias que no tenían ninguna importancia, el asunto era tratar de llegar a este momento, de la mejor manera posible; me entere por un vecino mío, dijo, que vendieron los terrenos que nos dejaron de herencia nuestros padres, no se como lo hicieron ya que soy uno de los herederos y no recuerdo haber firmado nada, que dicen al respecto mis otros hermanos? Necesito una respuesta rápida y concreta concluyo. Al llegar a este punto, estaba sudando y contenía la respiración de una manera que parecía que el corazón se le salía por la boca, saludo a Maria y a sus hermanos, firmo Diomedes y dijo “ya está hecho”.
Había dejado de llover y los pájaros empezaban a cantar e inundar los arboles y jardines de la casa, el patio empezó a llenarse de gallinas que habían estado cobijadas bajo el horno de barro; su esposa Dña. Leticia, se levanto y le ofreció mate cocido, dame un poco le dijo y doblo la carta sin releerla, había sido muy difícil para él, tener que reclamar sus derechos como hijo y heredero a su hermana mayor, que tanto había hecho por él.
A las nueve llego don Federico Ferrel, un hombrecito que vivía a 5 kilómetros del pueblo, no sé como hizo, pero él estaba allí y saludo amablemente, que lluvia desconcertante dijo, don Diomedes lo invito a tomar asiento y a desayunar con él; lo que había era un poco de mate cocido con pedazos de pan que habían quedado del día anterior. Luego iremos por el juzgado le dijo don Diomedes, para ver que novedades hay, don Federico no respondió y termino su taza de mate cocido.
Había que esperar a que bajara el agua, ya que debían caminar 5 cuadras hasta el Juzgado.
Era lunes, al día siguiente, don Diomedes tenía que ir a ver al Subprefecto del pueblo, que era ex combatiente de la Guerra del Chaco como él, para saber si había noticias sobre su nombramiento como Oficial del Registro Civil. Era algo que esperaba hacia tiempo, no dudaba que ese trabajo le ayudaría en su economía, se sentía muy confiado en obtenerlo y era lo que él buscaba, lo debía hacer en la casa y mientras llegaban los clientes, podría realizar otras tareas que requerían su presencia.
Entre idas y vueltas ya eran casi las diez de la mañana, vamos, dijo don Diomedes, tomando unos papeles que saco de una especie de roperito que utilizaba para guardar documentos importantes; vamos, acompaño don Federico incorporándose trabajosamente mientras se ayudaba con la mano derecha apoyándose en la mesa, era un viejito simpático cuyo nombre utilizaban los chicos de la casa cuando jugaban al mercadito cuando les tocaba escribir nombre y apellido con la letra F.
Las calles estaban despejadas y el agua casi había desaparecido, se pusieron en marcha, dando pequeños saltitos entre los charcos que se resistían a irse, el sol empezó a dejarse ver y don Federico dijo, hoy será un día muy pesado, se va a levantar mucha humedad, ya lo estoy sintiendo en los huesos; siguieron en silencio hasta llegar al mercado, había mucho movimiento; la gente sale en tropel después que termina de llover y sale el sol.
Fueron ganando terreno hasta llegar al Juzgado, el Secretario del Juez, Nazario, había sido su alumno y lo saludo con mucho respeto, buenos días don Diomedes, hola hijo como estas le contesto; vengo a ver si hay alguna novedad con respecto a los papeles de don Federico Ferrel.
Don Diomedes era defensor en el pueblo, las leyes le conferían ese derecho; si había menos de tres abogados, por lo tanto cualquier persona podía ejercer su defensa o pedirle a otro que lo haga por ella y el, estaba preparado para estas cuestiones legales.
No hay nada todavía, le dijo el Secretario, el Juez estuvo trabajando hasta tarde el día viernes y hace un rato que llego, voy a ver si puedo apurar su asuntito, pero si quiere hablar con él, tendrá que armarse de paciencia; esta con el Jefe de Policía y creo que esto va para largo. Don Diomedes se levanto de la silla, voy a hacer unas diligencias y ya vuelvo dijo. Luego, dirigiéndose a don Federico usted quédese y espéreme aquí.
En el Juzgado, no había novedades, el juez, no había tenido tiempo para leer las últimas pruebas que había llevado don Diomedes hacia más de 15 días; los tiempos de la Justicia, no son los mismos que el de los litigantes; así que sin nada que hacer, volvieron a la casa, mientras don Federico escuchaba atentamente los pasos a seguir por su defensor, era casi mediodía y el sol castigaba sin compasión y la humedad se sentía libre para desparramarse por donde quisiera, era un día cualquiera.
Eloynahum
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