El gato negro (1-3)

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—Sí, está usted embarazada.

Eso fue una semana después de la fecha en la que tenía que haber recibido la visita de la siempre puntual «Malvada Roja», y tras las náuseas.

Luego vino el gato.

 

Habíamos estado intentándolo desde que Fer vino a vivir conmigo. A mi casa del pequeño pueblo de Villanúa, Aragón.

No estábamos casados; a ambos nos hacía ilusión que nuestra hija —sería una niña, estaba convencida— nos precediera en la entrada con un vestidito deslumbrante mientras arrojaba florecitas con aire inocente.

Fer también quería una niña. Decía que las niñas eran menos contestonas, más dulces, y sobre todo, deseaba protegerla de cualquier niñato que intentara acercarse a ella y contemplar el estúpido semblante asustado que se les quedaría cuando les preguntara «¿Qué intenciones tienes con mi hija?» Muy normal en él, protector como era. A veces incluso demasiado. Pero aún así le quería, pues era cariñoso y muy inteligente, y aunque yo era una mujer del siglo veintiuno, independiente, me gustaba recibir su protección más de lo que me atrevía a reconocer.

Llevábamos saliendo cinco años. Seguíamos disfrutando de nuestra compañía juntos, a solas, pero yo siempre había querido tener un hijo; desde muy pequeña, cuando mi habitación parecía el Museo Internacional de los Bebés. Todos los años, para reyes y mi cumple, pedía un muñeco, a cada cual más moderno y por tanto más real. En mi adolescencia esta obsesión decayó, sin desaparecer del todo. Al contrario que a muchos jóvenes, a mí me entusiasmaba la idea de tener un hijo, de criar a una criatura con mis mismos genes, de dar vida a una parte de mí.

Fer, por su parte, había sido un clon adolescente más, con sus vicios, sus fiestas, sus pensamientos liberales y egocéntricos, y además de los macarras. Sin embargo, como él decía, lo que a mí me hiciera feliz, a él le haría feliz, y por tanto, si estaba en sus manos, lo cumpliría. Y su insaciable instinto protector siempre pedía más, por lo que estaba claro que estaría con conmigo en la decisión de ser uno más.

Un mes después de mudarse, algo fallaba en mi cuerpo. Acudí al hospital de Jaca sin ni siquiera comprobarlo primero mediante un predictor —me parece repulsivo mear sobre un palo que sostienes con las manos— y me confirmaron lo que sospechaba y anhelaba. Aquel fallo en mi cuerpo se trataba del fallo más hermoso del mundo, el fallo que abría la puerta a una nueva vida.

 

—¡Estoy embarazada, cariño!

No podía resistirme más. Lo había intentado, pero finalmente fui vencida por la tentación, aliada con una intensa emoción que salía por mis ojos y rodaba por mis mejillas.

Jamás había hablado por teléfono mientras conducía. Era consciente del peligro, pero en esta ocasión tuve que hacer una excepción. Además, ya había entrado al pueblo, cuyo límite de velocidad no excede de cincuenta kilómetros hora y cuyas calles son tranquilas; apenas había gente caminando por ellas o coches circulando. Parte de esto se le atribuía a la baja densidad de población, pero también al intenso frío, cosa que al contrario de muchas personas, yo amo.

—¿En serio? —gritó Fer feliz. Un grito demasiado alto que me obligó a apartar ligeramente el teléfono.

—Sí, cariño. Lo hemos conseguido. Vamos a tener un bebé –sollocé. Poco a poco iba olvidándome de la carretera, aunque siguiendo mi camino firmemente como ocurre cuando has recorrido un itinerario infinidad de veces.

—No me lo puedo creer, cielo. E-Estoy…, estoy —Apenas podía hablar. Oía su respiración agitada. Se emocionó más de lo que yo esperaba, y eso me colmó aún más de alegría.

—¿Qué ocurre? —Una voz familiar al otro lado de la línea. Se trataba de José, su compañero de trabajo. En esos momentos se encontraban realizando una instalación eléctrica en una de las miles de casas que se estaban construyendo sin control.

—¡Voy a ser padre, José!

En ese preciso instante, algo se cruzó por delante del capó de mi pequeño Peugeot 206. Una ráfaga negra. Aquello me devolvió al interior del coche, y con el corazón entre mis labios, giré bruscamente el volante y fusioné mi pie derecho con el pedal del freno para no golpearlo. Las ruedas traseras derraparon con un áspero rasgado como si hubiese roto un pedazo de tela, y fue entonces cuando me di cuenta que estaba en el camino de entrada de mi casa. Era de tierra, por eso las ruedas no chirriaron, y me quedé mirando en dirección contraria, con los brazos tensos aferrando al volante, mis ojos azules fuera de sus órbitas y mi respiración y corazón a mil por hora. 

Al cabo de un rato, escuché la lejana voz de Fer. Cogí el móvil y no fui capaz de decir una palabra.

—¡¿Qué ha pasado?! —preguntó alterado y muy asustado—. ¡Elsa, por Dios, dime algo! ¡¿Qué ha pasado?! ¡Te he oído chillar!

Así que había chillado. Comprobé que no me había orinado antes de contestar.

—Un gato, creo. Se me ha cruzado un gato al entrar al camino de casa. N-No le he visto.

—¿Estás bien?

—S-Sí. Asustada todavía. Pero no me ha pasado nada.

—Está bien. Ahora mismo voy para allá. Me inventaré una excusa.

—No hace falta, Fer.

—Sí que la hace. ¿Dónde está ese maldito gato?

—No lo sé.

Miré a través de la ventanilla del coche salpicada de barro —había estado lloviendo la noche anterior—, y solo vi verde y más verde. Montañas y árboles que rodeaban mi casa. Ni rastro del gato.

Aunque por desgracia, ese no fue mi único encuentro con él.


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