Llevaba viéndole unos días. Al principio no hizo caso, pero finalmente decidió hacer algo; le estaba obsesionando, y a su corazón no le convenía estresarse.
Se encontraba en mitad del camino, aquel que daba a la ventana de su habitación. Todas las noches. Antes de bajar la persiana. Ahí, inmóvil. Un gato negro cuyos ojos atravesaban la oscuridad hasta llegar a los suyos como dos cuentas brillantes. Así pues, cuando la curiosidad y la obsesión llegaron a su límite, salió con una bata y se dirigió al camino.
Conforme se acercaba, la cicatriz de su rodilla empezó a despertar. Aquellos ojos le siguieron en todo momento. Entonces, solo a unos escasos pasos de él, se abalanzaron sobre su cara, haciéndole caer de espaldas.
Entre arañazos y mordiscos, le pareció ver el familiar rostro de una chica. Una joven que conocía muy bien. Luego desapareció, y el gato se perdió en la oscuridad.
Al reincorporarse, sentado aún, vio los faros de un coche acercándose a toda velocidad. No le dio tiempo a retirarse, solo logró realizar el inútil gesto de protegerse con sus brazos.
Horribles segundos después, seguía ahí, tirado en mitad del camino, sin un rasguño. No había ni rastro del coche. Este, al igual que el rostro de la joven, había desaparecido.
Todo lo contrario podía decirse del recuerdo resurgido en su mente.
Ese en el que atropellaba y enterraba a aquella chica.
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