Cargando queso a La Habana

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CARGANDO QUESO A LA HABANA

 

Dos veces por semana abordaba el tren Habana-Santiago. La dejaba a horas siempre inexactas en el andén polvoriento de Ciego de Ávila. Si la noche aún no había caído, pasaba a ver a Salomé. Tomaba con él un té caliente, y antes de continuar camino, se enteraba por las revistas españolas -que con cierta regularidad recibía su amigo de un antiguo amor emigrado a Madrid-, de los últimos sucesos del mundo de la farándula. Si por el contrario, el tren llegaba de madrugada, entonces seguía de largo para no interrumpir la privacidad de Salomé. Había aprendido la lección. A un gay no se le deben hacer visitas a horas inoportunas. Nunca consiguió borrar de su memoria la cara pálida de terror de su padrastro, cuando ella lo descubrió allí, escondido debajo de la cama. Fue en una calurosa noche del mes de agosto. Venía orinándose, y como le daban asco los baños de los trenes, aguantó hasta llegar frente a la puerta de su amigo. Tocó insistentemente. Él no quería abrir. Demoró muchísimo en anunciar que estaba en casa, a pesar de que la música de ABBA que salía de adentro ya lo había delatado. Cuando por fin la invitó a pasar y ella pudo descargar sus bultos, reconoció de inmediato la camisa que con el apuro los dos amantes olvidaron encima del sofá. Ella misma, a petición de su madre, y para regalársela en el día de su cumpleaños, la había comprado unos meses atrás en una “boutique” clandestina de La Habana. La casa no disponía de mucho sitio para ocultarse. Supo que no debía hacerlo. Pero últimamente las discusiones con su padrastro eran muy frecuentes. Él no vacilaba en humillarla, gritándole con desprecio que era una perdida, y que lo mejor que podía hacer era quedarse de una vez y por todas en La Habana, para no avergonzar más a la familia. ¡Qué hipócrita! Después de manifestarse de aquella forma, ¿cómo era posible que estuviera ahora traicionando a su madre con un hombre?

 

Pospuso por un momento sus deseos de orinar, y sin importarle los gritos de Salomé, levantó con ímpetu el borde de la sobrecama, que casi llegaba al piso. Se agachó, y lo miró allí tendido, entre el polvo y las telarañas, asustado, y sin poder emitir palabra alguna.

 

Salomé estuvo tres meses sin hablarle. Pero finalmente terminó por perdonarla, y ahora compartían el secreto. Nadie, ni siquiera su madre -a la que ella prefirió no contarle nada para evitarle un sufrimiento innecesario-, pudo explicarse nunca por qué a aquel hombre tan íntegro le dio por ahorcarse en la mata de tamarindo del patio, sin dejar ni una nota que justificara un acto tal de locura.

 

Me contó todo esto en la tarde noche de un martes de noviembre, mientras saboreábamos un delicioso batido de papaya en la casa de un amigo común.

 

-Tengo que hacer esos viajes. De eso vivo –dijo con una voz de barítono que le facilitaba las cosas a las orejas tan indiscretas de los vecinos-. Además, si no es por mí, y por otras como yo, ¿qué queso iban a comer los habaneros? –y rió con estrépito, dejando ver unos dientes parejos y blancos entre sus abultados labios de mestiza.

 

El queso era su negocio. Llenaba con ellos dos maletines, sin olvidarse nunca de empaquetar en una jaba aparte algunos pedazos para la policía. Con algo tenía que comprarlos. Siempre estaban registrando, y ya en más de una ocasión –sobre todo en la época en que aún no los conocía, ni sabía que iban a admitir el soborno-, tuvo que saltar con el tren en marcha para evitar el decomiso.

 

-¡Mira, mira esta marca! –me enseñó una cicatriz en su rodilla izquierda-. Eso fue una vez que tuve que tirarme por ahí por Campo Florido. Menos mal que aquí en Cuba los trenes son una mierda y no van a mucha velocidad, porque si no, me hubiera desnucado. Era hasta de noche. ¡Imagínate que aventura! Pero yo paso mucho trabajo para conseguir mi mercancía. No voy a dejar que me la quiten así como así, para que después ellos mismos se la coman en el cuartel. Salté, y yo no sé si me encajé una piedra o un vidrio. Me llené toda de sangre. No la veía. Aquello estaba oscuro como boca de lobo. Pero la tocaba y la olía. Tú sabes que la sangre huele como a hierro oxidado. Por suerte yo soy una guerrillera y tengo tremendos ovarios. Al tacto me eché un poco de agua que traía en un pomo, y me puse papel de periódico en la herida para detener la hemorragia.

 

-¿Papel de periódico? ¡Pero si eso es lo más cochino y lo más antihigiénico que hay! –interrumpí su narración.

 

-Ah bueno, mi hijo, pero no tenía otra cosa a mano. Eso me ayudó a esperar a que amaneciera y poder coger un carro hasta La Habana.

 

Esta tarde se confirmó la noticia. Ella había sido una de las víctimas del tren descarrilado. De nada le valió su entrenamiento. Cuando empezó el bamboleo de los coches, y a la gente le dio por gritar de pánico, ella saltó al vacío. Pero esta vez no la acompañó la suerte. No quiso –ni aún en un momento tan crítico- dejar atrás su valiosa mercancía. Con tanto peso a cuestas, perdió el equilibrio y todo el control sobre sus músculos. Las piedras de la manigua le dieron de lleno en la cabeza, y allí quedó, tendida en medio del horror del desastre, hasta que los vecinos comenzaron a llegar para prestar auxilio.

 

Y ahora estamos aquí, recordándola entre sorbo y sorbo de té, y preguntándonos por qué a veces el destino suele ser tan irónico. La policía jamás le decomisó sus quesos. Él en cambio, le decomisó la vida.


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