Acabo de llegar

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Acabo de llegar. Mamá se ha limitado a decirme hola, pese a que hace diez años que no nos vemos. No me ha besado ni tampoco me ha abrazado.

En el suelo hay decenas de cucarachas muertas, y tan secas, que al pisarlas se deshacen en un polvo marrón y ligero. Desde que llegué no he visto ninguna viva ni tampoco ningún otro insecto.

El piso solo tiene un recibidor y dos habitaciones, una de las cuales es la mía. No hay ningún mueble, excepto varios estantes de madera reseca y con la pintura deslavazada por la antigüedad. Las camas tienen las sábanas amarillentas y llenas de pliegues, tan rugosos que al echarse vestido y aun calzado, como hice al pedirme mi madre que me acostase, se tiene la sensación de estar sobre la hojarasca de un parque.

Mientras me encuentro allí, tratando de dormir, escucho a un niño de los edificios de enfrente. Con voz quebrada, como un cantaor de flamenco, entona una canción en la que apenas distingo palabras como cáncer, coche, atropello o algo así. No entiendo su historia, pero comprendo su dolor, su emoción y su angustia. Cierro los ojos y veo un trozo de mármol blanco en el que hay un año con números de oro: mil novecientos ochenta y tres. Bajo la fecha y la fotografía de un rostro moreno y sonriente se encuentran varios juguetes y unas flores resecas.

Cuando despierto, sigo oyendo al niño y como su voz se quiebra al pronunciar cáncer, coche, atropello o algo así. Vuelvo a cerrar los ojos y junto a la lápida blanca veo centenares de distintos colores y tamaños. Pero no encuentro la de mi madre.

 


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