¿Qué diablos es El Teatro? 2de4

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Al ingresar al Teatro, Ana se encontró pisando una alfombra roja en un pasillo tenuemente iluminado, el corredor abarcaba unos quince metros y remataba en otra puerta que tenía pintada una estrella y el número 132, lo que le confería el aspecto de un camarín. Supongo que deberé pasar, se dijo y tras dos segundos de vacilación giró el pomo de la puerta y entró.

La habitación resultó ser mucho más grande de lo que imaginaba. Debía medir por lo menos 5 metros de ancho y algo más de fondo, y estaba realmente sucia. Paredes cubiertas con lo que parecía ser una oscura grasa, el bello suelo alfombrado había sido sustituido por rejillas y paneles metálicos, había herramientas por todos lados, cables y una cantidad considerable de neumáticos de diversos tamaños. No se veían ventanas y la escasa iluminación era proporcionada por unas ampolletas que colgaban del techo. En realidad la puerta la había conducido a un taller mecánico, dato que confirmó cuando vio que al final de la habitación había un foso sobre el cual estaba (no, no podía ser cierto) su propio automóvil. ¡Dios! ¿Cómo…? Se acercó al vehículo y notó que tenía el parabrisas roto y una gran abolladura en el sector trasero. Incrédula aún de lo que veía, escuchó desde el foso una voz masculina y un golpe metálico:

-Esta mierda no va a arrancar –dijo la voz.

-¿Ho…hola?- Ana estaba poniéndose nerviosa.

-¿Eh? ¿Hay alguien allá arriba? –dijeron desde el foso-. Voy enseguida.

La mente de Ana trabajaba a mil. Había llegado a un lugar donde, Dios sabe cómo, tenían su vehículo en un foso y evidentemente había sido chocado. Me lo robaron, pensó e instintivamente buscó con la mirada algo que pudiera usar para defenderse (¿Dónde diablos dejé el paraguas?). Al mismo tiempo, vio que un sujeto emergía desde el foso gracias a una escalera semi oculta. El hombre era alto, de espalda ancha y vestía un overol. Llevaba guantes manchados de grasa y un pañuelo cubría su cabello. Portaba una llave de apriete.

-Perdone, señora, no la escuché llegar. ¿Es usted la dueña de este cacharro?

Ana no supo qué decir. Estaba asustada por el tamaño del hombrón. Aparentaba no más de 30 años, y su estado físico sugería que hacía mucho ejercicio.

-Oiga, no me haga perder el tiempo. ¿Es o no la dueña de la joyita?

-S-sí…pero no entiendo cómo es…

-Ah, entonces sí podía hablar -le interrumpió el mecánico, con tono burlón-. Mire, este ‘hijeputa está más complicado de lo que me habían hablado. Además tiene problemas con el embriague, y no es por culpa del choque.

-¿Pero qué choque? Mire, señor…

-Gabriel.

-Bueno…Gabriel, debe haber un error. Yo…

-¡¿Error?! No me diga que no me va a pagar –exclamó el hombre, subiendo el tono de voz-. ¡Me pasé todo el puto día arreglando la cagada que había en su vehículo!

Ana tenía una mezcla de sensaciones. Por una parte, el desconcierto ante el paradero de su vehículo; por otra, el miedo a la furia del hombre que tenía enfrente. Y por último, aunque no quería reconocerlo, la atracción que Gabriel, con sus nulos modales y su boca venenosa, le estaba generando.

-No, no quise decir eso. Su trabajo será pagado, pero primero dígame cómo llegó mi automóvil a su taller.

-Oiga, ¿Usted es sorda o qué? –dijo Gabriel, molesto. -Le dije que estaba acá en la mañana cuando llegué a trabajar.

El mecánico pareció notar la confusión de Ana, así que se sacó los guantes y con un tono más calmado dijo:

-Mire, perdone mi vocabulario –y estirando su mano, agregó: -Acérquese más, parece un gato a punto de saltar. Está como encogida. Si la cagué, perdóneme. A veces soy medio bestia.

Ana dio dos pasos, tomó la mano de Gabriel y notó que aunque era enorme, controlaba la presión para no hacerle daño. Si quisiera, este Goliat podría partirla en dos. Y ahora que estaba más cerca pudo mirarlo a la cara y constatar que tenía unos ojos preciosos color miel que la miraban con decisión y –contrariamente a sus modales- con ternura.

-Gabriel, escuche, vine aquí por una cosa y… -suspiró-. En realidad no sé a qué vine. Esto del automóvil me ha descolocado. Tengo que salir y…

-Lo primero es lo primero, señora –le interrumpió Gabriel-. ¿Este es su auto?

-Sí, no luce bien por el choque, pero es mi vehículo.

-¿Por qué no me suelta, se acerca y constata que el interior no tenga daño? –dijo Gabriel.

Y Ana, que aún seguía tomada de la mano del mecánico la soltó bruscamente, sonrojándose. Luego se acercó a su vehículo, abrió la puerta y se agachó a mirar el interior. Todo parecía andar bien, el choque no había dañado nada del tablero ni el volante…

…el volante…

Ana se inclinó aún más para mirar el volante y notó que en el centro, allí donde se suponía estaba el logo de la marca, había un par de blancas caretas teatrales sonriendo.

En ese momento sintió las manos de Gabriel en su cadera.

-¿Está todo bien, Ninfa? –preguntó, pero ya con otra voz, una más profunda y cautivadora.

Ana se incorporó, se volteó y miró los ojos color miel de Gabriel.

-Todo está bien –afirmó y se entregó a la magia de El Teatro.

 

--CONTINUARÁ...


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