El coche se detuvo en el arcén de una lujosa urbanización con un montón de chalés adosados a cada lado de la carretera. Me bajé del coche con la preocupación de tener que resolver un problema que, de entrada, no tenía ni idea de cómo solucionar, ya que mi experiencia en cuanto a motor, coches, y demás parafernalias relacionadas con este mundillo, era completamente nula. Observé ambos lados de la calle, y pude ver cuatro trozos de algo metálico y oxidado cerca de mi vehículo. Recogí los tornillos y los miré con cara de preocupación, pensando qué tocaba hacer ahora.
El problema parecía ser que los remaches de una de las ruedas traseras, por el motivo que fuera (tal vez tuviera algo que ver el hecho de que el coche tenía cerca de 30 años, y las revisiones habían brillado por su ausencia) se habían soltado de su encaje, y por alguna circustancia que desconozco, habían quedado rotos, doblados, e inutilizables. Me quedé pensativo, con los tornillos en la mano, sin saber bien qué hacer, y resoplé unas cuantas veces.
De pronto, una voz resonó en la calle desierta y austera, adornada sólamente por una acera muy poco decorada, y las vallas de madera y arbustos que protegían la propiedad privada de las casas.
-¡Eh, tú!
Mi cerebro se desorientó una milésima de segundo, pero el grito me sirvió para salir del ensimismamiento y la obsesión de mi mirada por fijarse en los tornillos de la rueda. Tampoco sabía muy bien qué pretendía conseguir mirándolos sin más, porque lo que estaba claro es que solos, no iban arreglarse, y mis concimientos de mecánica eran los mismos que de baile clásico. Alzé la mirada, y observé a un hombre, de unos 30 años, con abundante barba y, hasta donde alcanzaba a ver, bastante atractivo a la vista, con ojos verdes muy profundos, y cejas muy pobladas que conseguían darle mucha personalidad al rostro, asomado a la ventana de la que parecía ser la casa más grande de todas las de la zona.
Me hablaba a través de unos barrotes de acero, bastante finos, pero con aspecto resistente. Unas buenas medidas de seguridad para evitar robos, desde luego.
-¿Si? ¿Qué pasa? - Contesté con simpatía.
- Se te ha averiado el coche, por lo que veo. ¿Están listas las premisas?
- Eh... si... eso parece.
Contesé con cierta perplejidad. ¿Las premisas? ¿Qué premisas? Imaginé que sería alguna frase que no logré entender con claridad debido a la distancia desde la que estábamos manteniendo la conversación, tan escueta y simple, así que no le di demasiada importancia.
-¿Cual es el problema? - Preguntó.
- Los tornillos de una de las ruedas - Respondí con preocupación, y volví a mirar los tornillos de nuevo. -Están destrozados.
-¡Eso es terrible! ¿Y no sabe cómo solucionarlo?
El chico soltó una leve sonrisa. O al menos eso me había parecido. Aún así, y sin ganas de interpretar su mueca, le contesté que si, y aproveché para preguntarle si sabía algo de mecánica.
Me contó que no tenía ni idea, que él sólamente estaba allí "por que si" y que no tenía por qué saber nada de esas cosas. Me contó que tal vez, en estas laberínticas calles repletas de adosados, hubiera algún mecánico dispuesto a ayudarme, y comenzó a hablarme de lo tranquila que era su vida y lo simpáticos que eran los vecinos.
Su actitud resultaba a veces irritante, y a veces demasiado mística como para poder pensar en otra cosa. Mientras me hablaba, recorrí con la vista toda la inmensa fachada de la casa, hasta observar, unos metros más adelante, la puerta de entrada a la propiedad, y el cartel de "bienvenida" que este sostenía entre dos finas estructuras de metal, que se perdían a formar parte entre los matorrales y arbustos que a su vez formaban parte de las vallas de madera. Encima de estas columnas diminutas de hierro bastante bien cuidadas, y que daban forma a la puerta de entrada, podía leerse un cartel: "CENTRO SANATORIO MENTAL VILLA ROJA".
¿Un manicomio? Pensé en si era recomendable, que un interno de un manicomio pudiera tener una habitación con ventana directa a la calle, o incluso si sería legal.
De pronto sentí un cierto temor. Es cierto que, a veces, las palabras de aquel hombre sonaban com distorsionadas, muy alejadas de la realidad. Como si sus palabras, su mente, y su cuerpo, fueran absoluamente en direcciones opuestas, pero tampoco daba el perfil de "loco". Supongo que era demasiado pronto como para saber algo así, apenas le conocía de media hora.
La cobertura de mi móvil había desaparecido, y por la calle no pasaba absolutamente nadie. Ni coches aparcados, ni niños jugando, ni voces hablando. Absolutamente nada. Nada, excepto aquel hombre, asomado a la ventana de un manicomio, hablando con un pobre diablo que ha roto los tornillos de una de las ruedas de su coche, y se había quedado completamente tirado. Un pardillo como yo, hablando con un loco.
-¡Eh! ¡Las mejores ideas siempre llegan tarde! - Dijo el hombre desde la ventana, de nuevo.
No dije nada, sólamente le miré mientras él seguía hablando.
- Usted ha roto cuatro tornillos de una rueda, pero el coche tiene cuatro ruedas. Podría quitarle un tornillo a cada una de las tres ruedas restantes, y ponérselos a la otra. Eso le servirá para llegar a la gasolinera más cercana, o a una estación de servicio. Para salir de Villa Roja sólo tiene que seguir las indicaciones de las señales de tráfico. Sé que es un poco lioso, llevo viviendo aquí casi dos vidas, pero no tiene mucha pérdida.
Mi rostro palideció. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¡Claro! Usar un tornillo de las tres ruedas restantes para colocar la cuarta. Parecía una idea simple, pero había que pensarla, procesarla, y sobre todo; decirla.
Después de sacudir varias veces la cabeza, un montón de dudas aporrearon la puerta de mi curiosidad, exigiendo respuestas. ¿Cómo una persona con ese ingenio estaba encerrada en ese lugar? ¿Cómo?
- ¡Eh! - Grité tratando de llamar su atención.
- ¡Las oportunidades para hablar han de ser ahora! Nunca sabes cuándo vas a fallar, pero desde luego que si. Habla. ¿Qué ocurre?
Obvie la falta de coherencia de sus palabras.
- Dime. ¿Cómo es posible que una persona tan lúcida e ingeniosa como tú esté encerrada en un sitio como ese? A mi no se me hubiera ocurrido tu idea de repartir los tornillos restantes.
Su respuesta, me heló la sangre, y un escalofrío, tenso y rígido, me recorrió la espalda:
- Yo estoy aquí encerrado por loco, no por tonto.
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