Papá, tenías razón.

A pesar de que ya hacía quince años desde que papá había muerto, aún seguía llevándole flores a su lápida por su cumpleaños. No sé si por que ya empezaba a ser mayor y a ver las cosas de otra manera, porque sentí algo distinto al acariciar la lápida de mi padre o por ningún motivo en especial, en aquella ocasión un pensamiento asaltó mi mente por primera vez:

"Algún día yo también estaré debajo de una de éstas"

Como si me hubiera leído el pensamiento (y no podía ser de otra manera), papá susurró a mi espalda:

-O tal vez hoy.

Me giré sobresaltado. Detrás de mí no había nadie, ni detrás ni hasta donde me alcanzaba la vista. Estaba solo en el cementerio, y lo único que se escuchaba eran las cigarras y el tenue crepitar de las hojas de los cipreses mecidos por el viento. 

En la carrera de psicología había aprendido que uno puede escuchar voces sin necesidad de estar loco, como cuando estás en una multitud y escuchas que alguien te llama. Pero había sido tan nítido... y, tras quince años de ausencia, mi cabeza por sí sola habría sido incapaz de reproducir con tanta claridad y perfección la voz de mi padre. 

Con la certeza de que no me lo había imaginado, salí corriendo sin mirar atrás. 

No fue hasta que abrí la puerta de mi casa y aquel ladrón (que saldría en el periódico al día siguiente por robo y asesinato en la sección de sucesos) me apuntó con el cañón de su pistola que comprendí lo mi padre había querido decir. 

No me dio tiempo a plantearme cómo lo sabía y, sobre todo, cómo había conseguido decírmelo. Lo único que me dio tiempo a pensar antes de que el plomo atravesase mi cráneo, fue que tenía razón. 

Siempre la tenía.