Por tradición familiar, por la grandeza de Roma y por la gloria del Emperador Octavio Augusto me aliste en las legiones. Tras el duro período de dura instrucción fui enviado en un contingente de tres centenas de soldados a completar la Legión XVII, una de las que se formaron bajo la tutela del Emperador Octavio.
Era diestro en el manejo del gladio y, gracias al esfuerzo de mi padre, sabía algo sobre escribir y leer. Incluso aprendí algo de griego, algo poco común en un soldado de origen humilde.
No tardé mucho en destacar entre el resto y me ascendieron a optio, la mano derecha del centurión, todo a merced de la muerte del anterior en una emboscada.
Nunca olvidaré aquella mañana. La herida de flecha de mi brazo izquierdo me abrasaba, llevaba una semana con dolores insoportables que en ocasiones me producían fiebre. Pero estábamos muy escasos de mandos y bajo mi cargo se encontraban diez legionarios con toda la impedimento, lo cual tampoco ayudaba mucho en nuestra tarea. Eramos una de tantas patrullas con igual número de efectivos cuya misión era reconocer y explorar el terreno. Eramos la avanzadilla. Los bosques de Germánica no eran la mejor opción para las Legiones, estábamos acostumbrados a luchar en campo abierto, pero la ambición de nuestro comandante nublada su mente y su sentido común.
El sendero que transitabamos era estrecho y angosto, un máximo de tres hombres podrían cubrir sin ningún problema su ancho. A nuestros lados se extendían las laderas empinadas de dos montañas repletas de una frondosa vegetación.
A punto de llegar a una curva comence a percibir un extraño olor, tras un pequeño grupo de árboles pude oirlo...ese extraño sonido...como una especie siseo , irregular nunca antes había oído algo similar. Como definirlo...era como sonido de algo en movimiento o eso me parecía. Si, así podría definirse, el movimiento de un cuerpo sobre otro , de pequeños cuerpos más bien, muchos cuerpos, cientos, miles , quizá millones. Desde entonces no he dejado de oirlo cada noche de mi humilde vida. Y el olor....ese olor a rancio, como a pasado...a carne pasada. Olor que se incrementa gracias al calor de aquella mañana de verano.
Detuve la avanzadilla y mandé adelantarse a mi legionario de confianza, Lució, un joven nacido y criado en el barrio de la Suburra. Éste no dudo un instante, depositó la carga en el suelo, asió el scutum con su izquierda y empuño el gladio, me miró y asintió con la cabeza, se dirigió a la carrera hacia la curva, con decisión, era un muchacho valiente. Antes de enfilar la recta tras la curva se detuvo en seco , permaneció unos segundos que parecieron eternos con la mirada fija al frente...no olvidaré su expresión de asombro y terror dibujada en su rostro. Dejo caer el scutum, apoyó una rodilla en el suelo y su frente descansó sobre la mano que sujeta el gladio, éste con la punta apoyada en el suelo.
El maldito sonido, el siseo, no paraba de escucharlo!!, le grité :
- Soldado!!. Nada, el silencio por respuesta, tan solo el siseo.Le volví a llamar y de nuevo la misma respuesta, nada. Aquel muchacho se encontraba ausente por completo. Desenfunde mi gladio con empuñadura de hueso, regalo de mi padre, y me dirigí hasta su altura. Observé a Lucio, estaba a punto de vomitar. Miré hacia adelante, mi mano temblorosa dejó caer el gladio y dí un traspiés....el insoportable siseo...y ese asqueroso olor, pegajoso, a carne putrefacta.
Al menos subiría tres metros de altura y bloqueaba todo el paso haciéndolo inaccesible. Aquella masa corpórea no permanecía inerte, se movía sinuosamente sobre si misma, reptando unos cuerpos sobre otros dando la impresión de que todo el conjunto se movía, pero la masa en sí no avanzaba, era el efecto óptico que producía. El siseo...ya sabía lo que era.
El siseo. Los pequeños y viscosos cuerpos de los gusanos devorando la carne ensangrentada de cientos de legionarios muertos y apelotonados unos encima de los otros como si de basura se tratase. Una inmensa pila de carne humana en aparente movimiento. Ahí estaba la grandeza de Roma reducida a un amasijo de carne en descomposición. La pestilencia inundó mis fosas nasales, una arcada ascendió por mi tráquea y al poco tiempo estaba vomitando el desayuno a basa de gachas de trigo...el siseo...el movimiento de la muerte...no podía dejar de ver los detalles de aquel horror....el maldito siseo!. Millones de larvas alimentándose del Imperio, dando vida a la muerte con su sutil pero imparable movimiento. Pude apreciar cuerpos mutilados, cabezas aplastadas, rostros espantosamente desfigurados, brillantes vísceras al aire y....sus ojos!!, sagrado Júpiter!!. No tenían ojos!!, se habían tomado el tiempo necesario para extraerlo con dagas, se podían apreciar las muescas que éstas habían dejado en algún hueso que bordea la cuenca ocular. La muerte no era suficiente, tenían que infringir un castigo aún mayor, más cruel, eterno. Vagarian por el inflamado, buscando a ciegas el Eliseo. Sin encontrarlo. Estarían condenados a vagar por la noche eterna de los no vivos.
El incesante siseo....el olor, ese repugnante olor, el olor y el sonido de la muerte.
Desperté en una carreta tirada por bueyes. Estaba junto a otros legionarios heridos. Aturdido aún, palpe mi lado izquierdo, mi brazo ya no estaba, amputado....la herida de aquella flecha germana, no sr pudo hacer nada, era un inútil para las legiones de Roma. Pero mi cabeza recordó de nuevo aquel maldito sonido, seguía fresco en mi mente, atormentandome....el siseo.
-Que ha pasado?, pregunté. - Volviste a nacer. Me respondió una voz ronca. - Tuviste suerte optio. Prosiguió.
- Cómo suerte!!!!, dije
- Soldado, las tres legiones de Varo fueron masacrados en Teotoburgo, todos muertos, aniquilados. Una trampa mortal, las legiones no pudieron maniobrar como en campo abierto. Caían como moscas a golpe de fuego y espada. Veinte mil hombres, veinte mil. Todos muertos, soldado. Volviste a nacer.
Yo solo oía el siseo en mi cabeza, la muerte en movimiento, sinuosa, arrastrándose entre mis hermanos de armas, devorandolos...y ese nauseabundo olor, podía sentirlo, podía oler la muerte. Aún hoy, cuarenta años más tarde, puedo oirlo y olerlo como aquella calurosa mañana.
Nota: los caídos permanecieron allí durante décadas y los estandartes se perdieron. Hasta que el Emperador Tiberio mando a Cayo Julio Cesar, apodado Germánico y padre de Caligula, a recuperar los estandartes, dar un funeral digno a los caídos y castigar la afrenta. Roma jamás olvidaba una derrota para venganza. Pero nuestro protagonista jamás olvidó el siseo y el olor de la muerte hasta la suya propia.
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