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La ciudad, tan sucia, que las ratas se quejaban, y las cucarachas, amontonadas en un intersticio de limpieza, o sea, en el ojo bueno del asesino en serie, Gilles Delleuze, que gritaba, jabón en mano, “la filosofía sirve para entristecer”, añoraban los contenedores vacíos.
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